Con frecuencia, en sus escritos, Teresita misma dice que se ha
visto inspirada. Detrás de esas inspiraciones está el que ella llamaba
«Espíritu de amor». Recordará las palabras de Jesús: «Nadie puede venir a mí,
si no lo trae mi Padre que me ha enviado», y las de Pablo: «Sin ese Espíritu de
amor, no podemos llamar “Padre” a nuestro Padre que está en el cielo».
Jesús había dicho que el Espíritu Santo animaría la fe de
sus discípulos, los de la primera hora y los que vendrían después. El Espíritu
«hará que recordéis… os lo explicará todo… os iluminará para que podáis
entender la verdad completa». Esa parece ser la experiencia de Teresita, que
recupera la esencia del evangelio y comprende qué es el amor.
Sus intuiciones son muy hondas. Hablará de confianza y amor,
de desprendimiento, lucidez y generosidad. Hablará de cómo el Espíritu activa
el modo de ser de Jesús, en quien se deja conducir. Pero ella misma decía: «Los
pensamientos más hermosos no son nada sin las obras». Por eso, buscaba al
Espíritu en lo cotidiano y vivía con Él, en las más pequeñas cosas.
De esta manera, habla con naturalidad de comunión y desprendimiento,
a la vez. No como un esfuerzo o como resultado de heroísmos imposibles, sino
como quien ve a los demás dignos de tener y compartir todo lo que parece
propio, porque son hermanos e hijos de un mismo Padre.
Comprende que «las intuiciones de la inteligencia y del
corazón» son riquezas, por eso, llega a decir cosas tan radicales como que: «Si
alguna vez me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me
parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo
propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí».
Entendía, también, que está lejos del Espíritu rehuir al que
pide, esquivar, en cualquier circunstancia, la necesidad ajena. Sobre todo,
cuando esta no aparece con humildad. Con agudeza, explicaba cómo la propia
soberbia no soporta la altivez ajena, mientras que renunciar a cualquier tipo
de superioridad une al Espíritu de Jesús.
Es este Espíritu de amor el que le hace descubrir lo que
llamaba «derechos imaginarios» que, por supuesto, no tocan ningún derecho
humano fundamental sino lo que, tal vez, es menos humano: el egoísmo. Teresita
ve, con lucidez, lo que desgasta el inútil afán de que a uno se le dé la
importancia que cree merecer. Y cuánto ciega para ver lo que importan los
demás.
Le gustaba rezar con una oración muy sencilla. Decía:
«Atráeme». Con ella resumía sus deseos, sabía que esa atracción era ir hacia la
comunión plena, y lo que quería «identificarse con el fuego… hasta parecer una
sola cosa con él».
Lo hizo progresivamente, alentando con su vida la idea de
que el camino es posible para todos. Muy pronto había sentido que entraba en
ella la caridad, «la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los
demás», pero con el tiempo entendió que «cuanto más adelanta uno en este
camino, más lejos se ve del final».
Tan lejos y tan cerca, podrá escribir que Dios es el lugar
definitivo de todo, el auténtico punto de apoyo, «Él mismo, Él solo». Llegará a
compenetrarse con el Espíritu y a descender con Él: «No me abalanzo al primer
puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de
confianza la humilde oración del publicano».
Teresita comprende que «la única cosa necesaria» es unirse a
Jesús y dejar actuar a su Espíritu. Decía: «Cuanto más unida estoy a Él, más
amo a todas mis hermanas». Así pudo «penetrar en las profundidades misteriosas
de la caridad» y vivir con «amorosa audacia», infundiendo esperanza.
FIN
(Fuente: Gema Juan ocd, para periodistadigital.com)
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