Si a mí me han
perseguido, también os perseguirán a vosotros” Jn. 15,20
No fuimos hechos para la cruz, pero es necesario
asumirla para poder entrar en la gloria. Todo hombre, por el mero hecho de ser
hombre, es un crucificado. (Boros)
La cruz no se elige. La cruz se acepta. Está siempre en función de un objetivo
por el que se ha optado. La cruz de Cristo, fue el resultado de la decisión de
cumplir, hasta las últimas consecuencias, la Voluntad de su Padre. La cruz se
convirtió en signo de fidelidad a lo que el Padre quería de él, y de amor
infinito a los hombres.
La cruz, es inevitable en nuestra vida, y para el cristiano, condición
esencial. Deberíamos comprender, claramente, que en nuestra vida de
seguimiento de Cristo, ‘seguimiento del crucificado’,
su imitación no es ningún
suceso extraordinario, entra dentro de la consigna del Señor, ‘el que
quiera seguirme, que cargue con la cruz de cada día y me siga’. La cruz del
creyente se hace, cada vez más, signo y sacramento de salvación y redención. “¡Oh,
amor!, ¡amor!, el deseo que tengo de la salud de mi madre, la Iglesia, no
me deja ni un momento de reposo” Lu, IV,4.
Sólo logra hallar a Dios en todas las cosas,
experimentar la transparencia divina en la vida, quien lo encuentra en lo
más inaccesible de este mundo: en la cruz de Cristo; en ella la hallaron
nuestros mártires.
El martirio pertenece a la entraña misma de la fe cristiana. Mártir fue
Jesucristo; mártires fueron los apóstoles, mártires han sido con mucha
frecuencia, los primeros evangelizadores y evangelizados de los países
donde se implantaba el cristianismo. “El martirio –escribía Francisco
Palau- es el acto principal de la virtud de la perseverancia, el más noble y
heroico, y es sufrir con firmeza hasta dar la vida por Dios” MM
20,2.
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del
Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el
mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores. Benedicto
XVI.
‘Darse’, como ofrenda de sí mismo, es el acto supremo del amor. Nuestros
mártires, lo hicieron con las manos abiertas hacia Dios y hacia el prójimo.
Esta donación de amor humano, vivido a lo divino, es el legado que nuestros
mártires nos dejan en este día de su Beatificación.
Mª Consuelo Orella cm
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