Queridos hermanos:
La primera lectura muestra el proceso de traición e
infidelidad a la alianza del pueblo, guiado por sus jefes y malos sacerdotes,
abandona al Señor, profana el templo, desprecia a los profetas. Dios les llama
la atención, hasta que como dice el texto: “ya no hubo remedio”. Entonces
llegan los Caldeos, destruyen el templo y los llevan como esclavos a Babilonia.
Después de la crisis Dios manifiesta su amor salvador: “movió el Señor el espíritu
de Ciro, rey de Persia” y los liberó.
Quedan claras dos cosas: que nosotros podemos romper la
alianza, ser infieles, por el pecado; y que Dios sigue fiel a pesar de todo. Lo
que más irrita a Dios no es la realidad del pecado y de la debilidad humana, sino
la actitud de ceguera, de encierro, de negarse a la luz, no los actos malos,
sino las actitudes que están detrás de los actos. San Pablo dice a los Efesios
en la segunda lectura: “Dios, rico en misericordia por el gran amor con que nos
amo: estando nosotros muertos por los pecados, no ha hecho vivir en Cristo, nos
ha resucitado con Cristo”. La Cuaresma es el tiempo de la misericordia, del
amor de Dios que es fiel y nos hace revivir de tantas actitudes muertas, de la
armonía perdida, reanimándonos a nosotros y a nuestras comunidades muchas veces
dormidas o moribundas.
Conocemos la historia de Nicodemo que hoy continúa en este
Evangelio. Es el que vino de noche a buscar
la luz, al que le dice Jesús que
tiene que nacer de nuevo del agua y del Espíritu. Sin Espíritu no hay novedad,
ni renovación de nuestras actitudes o superación de nuestros pecados que rompen
la alianza y sin esta novedad de vida me temo que no hay cristianismo. La
novedad consiste: “Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo
el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amo Dios al mundo, que entrego a su
hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan
vida eterna”. Dios nos dio a su hijo, lo regalo al mundo como fruto de su amor.
Jesús es la respuesta de Dios al pecado del hombre. Ese amor es el centro del
cristianismo y de lo que celebramos en Cuaresma y en el Triduo Pascual, por ese
amor se nos hace nacer de nuevo a la vida eterna, eso es la resurrección.
“Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que
el mundo se salve por él”.
El juicio sin embargo existe, como se nos dice el final de
este Evangelio, es el juicio de la luz. Cristo, la luz, ilumina nuestra vida y,
como toda luz, por sí sola discierne, divide y separa. En la oscuridad todo es
lo mismo, todos los colores son iguales, todos los rostros tienen la misma
sombra. Al penetrar la luz, se obra el juicio. Todo se ve tal cual es. Se
necesita terminar con una conciencia ingenua e infantil. Cuando el hombre vive
una conciencia infantil necesita que el juicio venga de fuera; por eso se
aferra a las leyes. Pero el Evangelio nos madura de tal forma que el juicio se
transforma en interno. Quien abraza la luz con sinceridad es juzgado como hijo
de la luz y pertenece a la vida. Quien opta por la mentira, por la doblez, por
la hipocresía, no necesita juez, abrazó el mundo de las tinieblas y a él
pertenece. El que obra conforme a la luz, pone de manifiesto que “sus obras
están hechas según Dios”.
En esta Cuaresma podemos preguntarnos: ¿cómo ser mejor
cristiano? ¿cómo vivir más a fondo nuestra vida religiosa? ¿cómo superar la
infidelidad y el pecado? ¿cómo salir de nuestras crisis? Jesús no da respuestas
a Nicodemo ni a nosotros, es un proceso, un dejarse llevar, buscar la luz,
meditar la Palabra, cantar como dice el salmo junto a los canales de Babilonia,
soñar, amar la tarea de cada día; la respuesta está en el viento. Lo esencial
es que Dios ha tomado la iniciativa y la decisión de amarnos para cambiarnos.
Éste es el nuevo nacimiento y el descubrimiento de que todo es gracia: “por
pura gracia estáis salvados”. (Julio César Rioja Bonilla)
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