Esta
fiesta se comenzó a celebrar en Lieja en 1246, siendo extendida a toda la
Iglesia occidental por el Papa Urbano IV en 1264, teniendo como finalidad
proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Presencia
permanente y substancial más allá de la celebración de la Misa y que es digna
de ser adorada en la exposición solemne y en las procesiones con el Santísimo
Sacramento que entonces comenzaron a celebrarse y que han llegado a ser
verdaderos monumentos de la piedad católica. Ocurre, como en la solemnidad de
la Trinidad, que lo que se celebra todos los días tiene una ocasión exclusiva
para profundizar en lo que se hace con otros motivos. Este es el día de la
eucaristía en sí misma, ocasión para creer y adorar, pero también para conocer
mejor la riqueza de este misterio a partir de las oraciones y de los textos
bíblicos asignados en los tres ciclos de las lecturas.
El
Espíritu Santo después del dogma de la Trinidad nos recuerda el de la
Encarnación, haciéndonos festejar con la Iglesia al Sacramento por excelencia,
que, sintetizando la vida toda del Salvador, tributa a Dios gloria infinita, y
aplica a las almas, en todos los tiempos, los frutos extraordinarios de
la Redención. Si Jesucristo en la cruz nos salvó, al instituir la Eucaristía
la víspera de su muerte, quiso en ella dejarnos un vivo recuerdo de la Pasión.
El altar viene siendo como la prolongación del Calvario, y la misa anuncia la
muerte del Señor. Porque en efecto, allí está Jesús como una víctima, pues las
palabras de la doble consagración nos dicen que primero se convierte el pan en
Cuerpo de Cristo, y luego el vino en Su Sangre, de manera que, ofrece a su
Padre, en unión con sus sacerdotes, la sangre vertida y el cuerpo clavado en la
Cruz.
La
Hostia santa se convierte en «trigo que nutre nuestras almas». Como Cristo al
ser hecho Hijo de recibió la vida eterna del Padre, los cristianos participan
de Su eterna vida uniéndose a Jesús en el Sacramento, que es el símbolo más
sublime, real y concreto de la unidad con la Víctima del Calvario.
Esta
posesión anticipada de la vida divina acá en la tierra por medio de la
Eucaristía, es prenda y comienzo de aquella otra de que plenamente
disfrutaremos en el Cielo, porque «el Pan mismo de los ángeles, que ahora
comemos bajo los sagrados velos, lo conmemoraremos después en el Cielo ya sin
velos» (Concilio de Trento).
Veamos
en la Santa Misa el centro de todo culto de la Iglesia a la Eucaristía, y en la
Comunión el medio establecido por Jesús mismo, para que con mayor plenitud
participemos de ese divino Sacrificio; y así, nuestra devoción al Cuerpo y
Sangre del Salvador nos alcanzará los frutos perennes de su Redención.
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