domingo, 13 de agosto de 2017

Reflexión del Evangelio del XIX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A- 2017)


I Reyes 19, 9, 11-13: “Quédate en el monte porque el Señor va a pasar”
 Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia”
 Romanos 9, 1-5: “Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”
 San Mateo 14, 22-33: “Mándame ir a ti caminando sobre el agua”

Toda su vida había sido muy seguro, pero con las canas llegaron también las dudas y los temores. Siempre se arriesgaba en aventuras comprometedoras y difíciles, y ahora la más pequeña responsabilidad lo hace temblar. “¿Por qué he perdido mi seguridad? Los fantasmas me ahogan y me amenazan. Tengo una inseguridad terrible que no me deja actuar. Me da miedo todo, el futuro, mi seguridad, la enfermedad, la vejez… ¿Cómo luchar contra mis fantasmas?”. Son las expresiones de una persona madura, sin que pueda decirse que es propiamente un anciano, pero son también las inquietudes y los fantasmas de muchos que ante las tormentas y los embates de la moderna sociedad, han perdido seguridad. Es un ambiente que nos contagia y nos envuelve: inseguridad, fantasmas, miedos.

Simbolismo y realidad. El episodio de Jesús caminando sobre las aguas es sorprendente y provocador. Jesús surge entre la neblina de la madrugada y hace saltar entre los asustados pescadores sus fantasmas más ancestrales. Los discípulos eran marineros experimentados y curtidos. En muchas
ocasiones les había tocado luchar y trabajar en el fragor de la tormenta, en medio de los vientos. Pero toda esta escena, sin quitar el realismo evidente, tiene mucho de simbólico. Desde que los discípulos acompañan al maestro van apareciendo constantes dificultades que obstaculizan la construcción del Reino: la oposición de las autoridades tanto civiles como religiosas, la presión de la gente, la lucha por el poder que no entiende Jesús, la exigencia de despojo, el cargar la cruz, el servicio como primordial, el perdón y tantas otras novedades que les va clavando Jesús en el corazón. Es una tormenta que se abate sobre la pequeña comunidad de discípulos. Y por eso esta narración se mueve en los dos niveles: la narración de un acontecimiento para manifestar a Jesús y, por otra parte, la justificación del proyecto nuevo de Jesús que a ellos pueden parecerles muy atrevido, diferente y contrastante. En los dos casos, Jesús se muestra no como un fantasma, sino como alguien muy cercano, que tiende la mano, que los lanza a caminar sobre las aguas de la inseguridad y del miedo, que es Hijo de Dios.

En la tormenta del mundo actual, para muchos Jesús aparece como un fantasma y provoca miedo. Un fantasma que con su doctrina de igualdad y liberación puede poner en riesgo el sistema neoliberal; un fantasma que con su pasión por la vida y por el respeto a la dignidad de cada persona, cuestiona las ambiciones y la vida placentera a la que el mundo convoca; un fantasma que con sus exigencias de rectitud y justicia pone en evidencia la economía del más fuerte. Un fantasma que cuestiona toda nuestra filosofía actual, porque nos dice que hay más importancia en el servir que en el servirse; que hay mayor valor en el dar que en el apoderarse; que es más grande el más pequeño. Y a este “fantasma” se le ataca, se le denigra o se le desprecia. Preferimos ignorarlo, o decir que es invención y lo dejamos a un lado, sin hacerle mucho caso, con un poco de temor, sin comprometernos con él. Jesús exclama también hoy: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”, con todo lo que estas palabras indican. La manifestación de un Dios, “Yo soy”, que viene a dar paz y a tomarnos de la mano. Un Dios que navega con nosotros en medio de las peores tempestades. No viene para quitar las tempestades, sino para asegurarnos su presencia en medio de ellas y junto con Él vencerlas a pesar de nuestros miedos.

El miedo tiene sentido en nuestra existencia. No es malo el miedo que se despierta en nosotros al enfrentarnos a una situación de peligro o de inseguridad. Es el instinto de conservación, la señal de alarma, que nos pone en guardia ante el peligro. El grito de Pedro, “¡Sálvame, Señor!”, es el grito de todo cristiano que confía firmemente en su Señor a pesar de sus miedos y angustias. Todo parecería seguir igual después de este grito, su oración y clamor no lo dispensan de buscar soluciones concretas y comprometidas, a sus problemas. Pero todo cambia si en el fondo de su corazón se despierta esa confianza en Dios. Dios no es un fantasma, como algunos han querido hacernos ver. El concepto de Dios no es una creación humana para dar solución a nuestra ignorancia. La experiencia de Dios, el sentirnos en su mano, es el paso más decisivo de nuestra existencia para encontrar nuestra verdadera esencia y nuestra plena realización. Dios es una mano tendida que nadie nos puede quitar, no es un fantasma. Jesús es el amor de Dios hecho mano que salva, que acompaña, que consuela, que atiende.
Quizás hemos querido reducir a Jesús a una especie de fantasma, a una imagen o amuleto… y solamente acudimos a Él, en contadas ocasiones, pero no para los momentos importantes y decisivos de nuestra vida, no para el acontecer diario donde se fraguan las grandes obras… ha quedado como fuera de nuestra vida. El texto evangélico nos propone a este Jesús tan cercano, que se da tiempo para despedir a la gente, que le roba tiempo al descanso para hacerlo plegaria, que acompaña al discípulo en la tormenta, que nos lanza a caminar sobre las aguas de los miedos y temores, que tiende la mano a quien se hunde ¿Cómo vives y experimentas a Jesús en tu vida? ¿Cómo lo haces presencia en tu diario caminar? ¿Cómo te dejas acompañar de Él en tus miedos e inseguridades? ¿A qué le temes de la propuesta de Jesús?

Padre bueno y amoroso, hoy nos confiamos a tus cuidados, nos ponemos en tus manos para vencer nuestros miedos y enfrentar nuestras dificultades. Concédenos sabiduría y valor para vencer las tempestades con Cristo, tu Hijo. Amén

(Autor: Mons. Enrique Díaz Díaz)

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