CARTA DEL SANTO
PADRE FRANCISCO
A LOS SACERDOTES
EN EL 160° ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL CURA DE ARS
A LOS SACERDOTES
EN EL 160° ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL CURA DE ARS
A mis hermanos presbíteros.
Queridos hermanos:
Recordamos los 160 años de la muerte del santo Cura de Ars a quien Pío
XI presentó como patrono para todos los párrocos del mundo[1].
En su fiesta quiero escribirles esta carta, no sólo a los párrocos sino también
a todos Ustedes hermanos presbíteros que sin hacer ruido “lo dejan todo” para
estar empeñados en el día a día de vuestras comunidades. A Ustedes que, como el
Cura de Ars, trabajan en la “trinchera”, llevan sobre sus espaldas el peso del
día y del calor (cf. Mt 20,12) y, expuestos a un sinfín de
situaciones, “dan la cara” cotidianamente y sin darse tanta importancia, a fin
de que el Pueblo de Dios esté cuidado y acompañado. Me dirijo a cada uno de
Ustedes que, tantas veces, de manera desapercibida y sacrificada, en el
cansancio o la fatiga, la enfermedad o la desolación, asumen la misión como
servicio a Dios y a su gente e, incluso con todas las dificultades del camino,
escriben las páginas más hermosas de la vida sacerdotal.
Hace un tiempo manifestaba a los obispos italianos la preocupación de
que, en no pocas regiones, nuestros sacerdotes se sienten ridiculizados y
“culpabilizados” por crímenes que no cometieron y les decía que ellos necesitan
encontrar en su obispo la figura del hermano mayor y el padre que los aliente
en estos tiempos difíciles, los estimule y sostenga en el camino[2].
Como hermano mayor y padre también quiero estar cerca, en primer lugar
para agradecerles en nombre del santo Pueblo fiel de Dios todo
lo que recibe de Ustedes y, a su vez, animarlos a renovar esas
palabras que el Señor pronunció con tanta ternura el día de nuestra ordenación
y constituyen la fuente de nuestra alegría: «Ya no los llamo siervos…, yo los
llamo amigos» (Jn 15,15)[3].
DOLOR
«He visto la aflicción de mi pueblo» (Ex 3,7).
En estos últimos tiempos hemos podido oír con mayor claridad el grito,
tantas veces silencioso y silenciado, de hermanos nuestros, víctimas de abuso
de poder, conciencia y sexual por parte de ministros ordenados. Sin lugar a
dudas es un tiempo de sufrimiento en la vida de las víctimas que padecieron las
diferentes formas de abusos; también para sus familias y para todo el Pueblo de
Dios.
Como Ustedes saben estamos firmemente comprometidos con la puesta en
marcha de las reformas necesarias para impulsar, desde la raíz, una cultura
basada en el cuidado pastoral de manera tal que la cultura del abuso no
encuentre espacio para desarrollarse y, menos aún, perpetuarse. No es tarea
fácil y de corto plazo, reclama el compromiso de todos. Si en el pasado la
omisión pudo transformarse en una forma de respuesta, hoy queremos que la
conversión, la transparencia, la sinceridad y solidaridad con las víctimas se
convierta en nuestro modo de hacer la historia y nos ayude a estar más atentos
ante todo sufrimiento humano[4].
Este dolor no es indiferente tampoco a los presbíteros. Así lo pude
constatar en las diferentes visitas pastorales tanto en mi diócesis como en
otras donde tuve la oportunidad de mantener encuentros y charlas personales con
sacerdotes. Muchos de ellos me manifestaron su indignación por lo sucedido, y
también cierta impotencia, ya que además del «desgaste por la entrega han
vivido el daño que provoca la sospecha y el cuestionamiento, que en algunos o
muchos pudo haber introducido la duda, el miedo y la desconfianza»[5].
Numerosas son las cartas de sacerdotes que comparten este sentir. Por otra
parte, consuela encontrar pastores que, al constatar y conocer el dolor
sufriente de las víctimas y del Pueblo de Dios, se movilizan, buscan palabras y
caminos de esperanza.
Sin negar y repudiar el daño causado por algunos hermanos nuestros sería
injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera constante y honesta,
entregan todo lo que
son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Co 12,15)
y llevan adelante una paternidad espiritual capaz de llorar con los que lloran;
son innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia
en regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas
incluso a riesgo de la propia vida. Reconozco y agradezco vuestro valiente y
constante ejemplo que, en momentos de turbulencia, vergüenza y dolor, nos
manifiesta que Ustedes siguen jugándose con alegría por el Evangelio[6].
Estoy convencido de que, en la medida en que seamos fieles a la voluntad
de Dios, los tiempos de purificación eclesial que vivimos nos harán más alegres
y sencillos y serán, en un futuro no lejano, muy fecundos. «¡No nos
desanimemos! El señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a
todos a Sí. Nos permite experimentar la prueba para que entendamos que sin Él
somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las
apariencias. Está soplando su Espíritu para devolver la belleza a su Esposa
sorprendida en flagrante adulterio. Nos hará bien leer hoy el capítulo 16 de
Ezequiel. Esa es la historia de la Iglesia. Esa es mi historia, puede decir alguno
de nosotros. Y, al final, a través de tu vergüenza, seguirás siendo un pastor.
Nuestro humilde arrepentimiento, que permanece en silencio, en lágrimas ante la
monstruosidad del pecado y la insondable grandeza del perdón de Dios, es el
comienzo renovado de nuestra santidad»[7].
GRATITUD
«Doy gracias sin cesar por Ustedes» (Ef 1,16).
La vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado
gratuito del Señor. Es bueno volver una y otra vez sobre esos pasajes
evangélicos donde vemos a Jesús rezar, elegir y llamar «para que estén con Él y
para enviarlos a predicar» (Mc 3,14).
Quisiera recordar aquí a un gran maestro de vida sacerdotal de mi país
natal, el padre Lucio Gera quien, hablando a un grupo de sacerdotes en tiempos
de muchas pruebas en América Latina, les decía: “Siempre, pero sobre todo en
las pruebas, debemos volver a esos momentos luminosos en que experimentamos el
llamado del Señor a consagrar toda nuestra vida a su servicio”. Es lo que me
gusta llamar “la memoria deuteronómica de la vocación” que nos permite volver
«a ese punto incandescente en el que la gracia de Dios me tocó al comienzo del
camino y con esa chispa volver a encender el fuego para el hoy, para cada día y
llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una
alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una
alegría buena y serena»[8].
Un día pronunciamos un “sí” que nació y creció en el seno de una
comunidad cristiana de la mano de esos santos «de la puerta de al lado»[9] que
nos mostraron con fe sencilla que valía la pena entregar todo por el Señor y su
Reino. Un “sí” cuyo alcance ha tenido y tendrá una trascendencia impensada, que
muchas veces no llegaremos a imaginar todo el bien que fue y es capaz de
generar. ¡Qué lindo cuando un cura anciano se ve rodeado y visitado por esos
pequeños —ya adultos— que bautizó en sus inicios y, con gratitud, le vienen a
presentar la familia! Allí descubrimos que fuimos ungidos para ungir y la
unción de Dios nunca defrauda y me hace decir con el Apóstol: «Doy gracias sin
cesar por Ustedes» (Ef 1,16) y por todo el bien que han hecho.
En momentos de tribulación, fragilidad, así como en los de debilidad y
manifestación de nuestros límites, cuando la peor de todas las tentaciones es
quedarse rumiando la desolación[10] fragmentando
la mirada, el juicio y el corazón, en esos momentos es importante —hasta me
animaría a decir crucial— no sólo no perder la memoria agradecida del paso del
Señor por nuestra vida, la memoria de su mirada misericordiosa que nos invitó a
jugárnosla por Él y por su Pueblo, sino también animarse a ponerla en práctica
y con el salmista poder armar nuestro propio canto de alabanza porque «eterna
es su misericordia» (Sal 135).
El agradecimiento siempre es un “arma poderosa”. Sólo si somos capaces
de contemplar y agradecer concretamente todos los gestos de amor, generosidad,
solidaridad y confianza, así como de perdón, paciencia, aguante y compasión con
los que fuimos tratados, dejaremos al Espíritu regalarnos ese aire fresco capaz
de renovar (y no emparchar) nuestra vida y misión. Dejemos que, al igual que
Pedro en la mañana de la “pesca milagrosa”, el constatar tanto bien recibido
nos haga despertar la capacidad de asombro y gratitud que nos lleve a decir:
«Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lc 5,8) y,
escuchemos una vez más de boca del Señor su llamado: «No temas, de ahora en
adelante serás pescador de hombres» (Lc 5,10); porque «eterna es su
misericordia».
Hermanos, gracias por vuestra fidelidad a los compromisos contraídos. Es
todo un signo que, en una sociedad y una cultura que convirtió “lo gaseoso” en
valor, existan personas que apuesten y busquen asumir compromisos que exigen
toda la vida. Sustancialmente estamos diciendo que seguimos creyendo en Dios
que jamás ha quebrantado su alianza, inclusive cuando nosotros la hemos
quebrantado incontablemente. Esto nos invita a celebrar la fidelidad de Dios
que no deja de confiar, creer y apostar a pesar de nuestros límites y pecados,
y nos invita a hacer lo mismo. Conscientes de llevar un tesoro en vasijas de
barro (cf. 2 Co 4,7), sabemos que el Señor triunfa en la
debilidad (cf. 2 Co 12,9), no deja de sostenernos y llamarnos,
dándonos el ciento por uno (cf. Mc 10,29-30) porque «eterna es
su misericordia».
Gracias por la alegría con la que han sabido entregar sus vidas,
mostrando un corazón que con los años luchó y lucha para no volverse estrecho y
amargo y ser, por el contrario, cotidianamente ensanchado por el amor a Dios y
a su pueblo; un corazón que, como al buen vino, el tiempo no lo ha agriado,
sino que le dio una calidad cada vez más exquisita; porque «eterna es su
misericordia».
Gracias por buscar fortalecer los vínculos de fraternidad y amistad en
el presbiterio y con vuestro obispo, sosteniéndose mutuamente, cuidando al que
está enfermo, buscando al que se aísla, animando y aprendiendo la sabiduría del
anciano, compartiendo los bienes, sabiendo reír y llorar juntos, ¡cuán
necesarios son estos espacios! E inclusive siendo constantes y perseverantes
cuando tuvieron que asumir alguna misión áspera o impulsar a algún hermano a
asumir sus responsabilidades; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por el testimonio de perseverancia y “aguante” (hypomoné)
en la entrega pastoral que tantas veces, movidos por la parresía del
pastor[11],
nos lleva a luchar con el Señor en la oración, como Moisés en aquella valiente
y hasta riesgosa intercesión por el pueblo (cf. Nm 14,13-19; Ex 32,30-32; Dt 9,18-21);
porque «eterna es su misericordia».
Gracias por celebrar diariamente la Eucaristía y apacentar con
misericordia en el sacramento de la reconciliación, sin rigorismos ni laxismos,
haciéndose cargo de las personas y acompañándolas en el camino de conversión
hacia la vida nueva que el Señor nos regala a todos. Sabemos que por los
escalones de la misericordia podemos llegar hasta lo más bajo de nuestra
condición humana —fragilidad y pecados incluidos— y, en el mismo instante,
experimentar lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos como el
Padre es misericordioso»[12].
Y así ser «capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas
en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad
sin perderse»[13];
porque «eterna es su misericordia».
Gracias por ungir y anunciar a todos, con ardor, “a tiempo y a
destiempo” el Evangelio de Jesucristo (cf. 2 Tm4,2), sondeando el
corazón de la propia comunidad «para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo
de Dios y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo
dar fruto»[14];
porque «eterna es su misericordia».
Gracias por las veces en que, dejándose conmover en las entrañas, han
acogido a los caídos, curado sus heridas, dando calor a sus corazones,
mostrando ternura y compasión como el samaritano de la parábola (cf. Lc10,25-37).
Nada urge tanto como esto: proximidad, cercanía, hacernos cercanos a la carne
del hermano sufriente. ¡Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que se
acerca y no le huye a las heridas de sus hermanos![15].
Reflejo del corazón del pastor que aprendió el gusto espiritual de sentirse uno
con su pueblo[16];
que no se olvida que salió de él y que sólo en su servicio encontrará y podrá
desplegar su más pura y plena identidad, que le hace desarrollar un estilo de
vida austera y sencilla, sin aceptar privilegios que no tienen sabor a
Evangelio; porque «eterna es su misericordia».
Gracias demos, también por la santidad del Pueblo fiel de Dios que somos
invitados a apacentar y, a través del cual, el Señor también nos apacienta y
cuida con el regalo de poder contemplar a ese pueblo en esos «padres que cuidan
con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar
el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen
sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad
de la Iglesia militante»[17].
Agradezcamos por cada uno de ellos y dejémonos socorrer y estimular por su
testimonio; porque «eterna es su misericordia».
ÁNIMO
«Mi deseo es que se sientan animados» (Col 2,2).
Mi segundo gran deseo, haciéndome eco de las palabras de san Pablo, es
acompañarlos a renovar nuestro ánimo sacerdotal, fruto ante todo de la acción
del Espíritu Santo en nuestras vidas. Frente a experiencias dolorosas todos
tenemos necesidad de consuelo y de ánimo. La misión a la que fuimos llamados no
entraña ser inmunes al sufrimiento, al dolor e inclusive a la incomprensión[18];
al contrario, nos pide mirarlos de frente y asumirlos para dejar que el Señor
los transforme y nos configure más a Él. «En el fondo, la falta de un
reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide
a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar
ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento»[19].
Un buen “test” para conocer como está nuestro corazón de pastor es
preguntarnos cómo enfrentamos el dolor. Muchas veces se puede actuar como el
levita o el sacerdote de la parábola que dan un rodeo e ignoran al hombre caído
(cf. Lc 10,31-32). Otros se acercan mal, lo intelectualizan
refugiándose en lugares comunes: “la vida es así”, “no se puede hacer nada”,
dando lugar al fatalismo y la desazón; o se acercan con una mirada de
preferencias selectivas que lo único que genera es aislamiento y exclusión.
«Como el profeta Jonás siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar
seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo,
encerramiento en pequeños mundos…»[20],
los cuales lejos de hacer que nuestras entrañas se conmuevan terminan
apartándonos de las heridas propias, de las de los demás y, por tanto, de las
llagas de Jesús[21].
En esta misma línea quisiera señalar otra actitud sutil y peligrosa que,
como le gustaba decir a Bernanos, es «el más preciado de los elixires del
demonio»[22] y
la más nociva para quienes queremos servir al Señor porque siembra desaliento,
orfandad y conduce a la desesperación[23].
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, podemos
vivir la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, que
los padres de Oriente llamaban acedia. El card. Tomáš Špidlík decía: «Si nos
asalta la tristeza por cómo es la vida, por la compañía de los otros, porque
estamos solos… entonces es porque tenemos una falta de fe en la Providencia de
Dios y en su obra. La tristeza […] paraliza el ánimo de continuar con el
trabajo, con la oración, nos hace antipáticos para los que viven junto a
nosotros. Los monjes, que dedican una larga descripción a este vicio, lo llaman
el peor enemigo de la vida espiritual»[24].
Conocemos esa tristeza que lleva al acostumbramiento y conduce
paulatinamente a la naturalización del mal y a la injusticia con el tenue
susurrar del “siempre se hizo así”. Tristeza que vuelve estéril todo intento de
transformación y conversión propagando resentimiento y animosidad. «Ésa no es
la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros,
ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo Resucitado»[25] y
para la que fuimos llamados. Hermanos, cuando esa tristeza dulzona amenace
con adueñarse de nuestra vida o de nuestra comunidad, sin asustarnos ni
preocuparnos, pero con determinación, pidamos y hagamos pedir al Espíritu que
«venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos
de la inercia. Desafiemos las costumbres, abramos bien los ojos, los oídos y
sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro
alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado»[26].
Permítanme repetirlo, todos necesitamos del consuelo y la fortaleza de
Dios y de los hermanos en los tiempos difíciles. A todos nos sirven aquellas
sentidas palabras de san Pablo a sus comunidades: «Les pido, por tanto, que no
se desanimen a causa de las tribulaciones» (Ef 3,13); «Mi deseo es
que se sientan animados» (Col 2,2), y así poder llevar adelante la
misión que cada mañana el Señor nos regala: transmitir «una buena noticia, una
alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). Pero, eso sí, no ya como
teoría o conocimiento intelectual o moral de lo que debería ser, sino como
hombres que en medio del dolor fueron transformados y transfigurados por el
Señor, y como Job llegan a exclamar: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora
te han visto mis ojos» (42,5). Sin esta experiencia fundante, todos nuestros
esfuerzos nos llevarán por el camino de la frustración y el desencanto.
A lo largo de nuestra vida, hemos podido contemplar como «con Jesucristo
siempre nace y renace la alegría»[27].
Si bien existen distintas etapas en esta vivencia, sabemos que más allá de
nuestras fragilidades y pecados Dios siempre «nos permite levantar la cabeza y
volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría»[28].
Esa alegría no nace de nuestros esfuerzos voluntaristas o intelectualistas sino
de la confianza de saber que siguen actuantes las palabras de Jesús a Pedro: en
el momento que seas zarandeado, no te olvides que «yo mismo he rogado por ti,
para que no te falte la fe» (Lc 22,32). El Señor es el primero en
rezar y en luchar por vos y por mí. Y nos invita a entrar de lleno en su
oración. Inclusive pueden llegar momentos en los que tengamos que sumergirnos
en «la oración de Getsemaní, la más humana y la más dramática de las plegarias
de Jesús […]. Hay súplica, tristeza, angustia, casi una desorientación (Mc 14,33s.)»[29].
Sabemos que no es fácil permanecer delante del Señor dejando que su
mirada recorra nuestra vida, sane nuestro corazón herido y lave nuestros pies
impregnados de la mundanidad que se adhirió en el camino e impide caminar. En
la oración experimentamos nuestra bendita precariedad que nos recuerda que
somos discípulos necesitados del auxilio del Señor y nos libera de esa
tendencia «prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias
fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas»[30].
Hermanos, Jesús más que nadie, conoce nuestros esfuerzos y logros, así
como también los fracasos y desaciertos. Él es el primero en decirnos: «Vengan
a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen
sobre Ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de
corazón, y así encontrar alivio» (Mt 11,28-29).
En una oración así sabemos que nunca estamos solos. La oración del
pastor es una oración habitada tanto por el Espíritu «que clama a Dios
llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6) como por el pueblo
que le fue confiado. Nuestra misión e identidad se entienden desde esta doble
vinculación.
La oración del pastor se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de
Dios. Lleva las marcas de las heridas y alegrías de su gente a la que presenta
desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es
la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor cure nuestra
fragilidad, la personal y la de nuestros pueblos. Pero no perdamos de vista que
precisamente en la oración del Pueblo de Dios es donde se encarna y encuentra
lugar el corazón del pastor. Esto nos libra a todos de buscar o querer
respuestas fáciles, rápidas y prefabricadas, permitiéndole al Señor que sea Él
(y no nuestras recetas y prioridades) quien muestre un camino de esperanza. No
perdamos de vista que, en los momentos más difíciles de la comunidad primitiva,
tal como leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, la oración se
constituyó en la verdadera protagonista.
Hermanos, reconozcamos nuestra fragilidad, sí; pero dejemos que Jesús la
transforme y nos lance una y otra vez a la misión. No nos perdamos la alegría
de sentirnos “ovejas”, de saber que él es nuestro Señor y Pastor.
Para mantener animado el corazón es necesario no descuidar estas dos
vinculaciones constitutivas de nuestra identidad: la primera, con Jesús. Cada
vez que nos desvinculamos de Jesús o descuidamos la relación con Él, poco a
poco nuestra entrega se va secando y nuestras lámparas se quedan sin el aceite
capaz de iluminar la vida (cf. Mt 25,1-13): «Así como el
sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco Ustedes, si no
permanecen en mí. Permanezcan en mi amor (…) porque separados de mí, nada
pueden hacer» (Jn 15,4-5). En este sentido, quisiera animarlos a no
descuidar el acompañamiento espiritual, teniendo a algún hermano con quien
charlar, confrontar, discutir y discernir en plena confianza y transparencia el
propio camino; un hermano sapiente con quien hacer la experiencia de saberse
discípulos. Búsquenlo, encuéntrenlo y disfruten de la alegría de dejarse
cuidar, acompañar y aconsejar. Es una ayuda insustituible para poder vivir el
ministerio haciendo la voluntad del Padre (cf. Hb 10,9) y
dejar al corazón latir con «los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5).
Qué bien nos hacen las palabras del Eclesiastés: «Valen más dos juntos que uno
solo… si caen, uno levanta a su compañero, pero ¡pobre del que está solo y se
cae, sin tener nadie que lo levante!» (4,9-10).
La otra vinculación constitutiva: acrecienten y alimenten el vínculo con
vuestro pueblo. No se aíslen de su gente y de los presbiterios o comunidades.
Menos aún se enclaustren en grupos cerrados y elitistas. Esto, en el fondo,
asfixia y envenena el alma. Un ministro animado es un ministro siempre en
salida; y “estar en salida” nos lleva a caminar «a veces delante, a veces en
medio y a veces detrás: delante, para guiar a la comunidad; en medio, para
mejor comprenderla, alentarla y sostenerla; detrás, para mantenerla unida y que
nadie se quede demasiado atrás… y también por otra razón: porque el pueblo
tiene “olfato”. Tiene olfato en encontrar nuevas sendas para el camino, tiene
el “sensus fidei” [cf. LG 12]. ¿Hay algo más bello?»[31].
Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! La entrega de
Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo evangelizador que
marcó toda su existencia.
Hermanos, el dolor de tantas víctimas, el dolor del Pueblo de Dios, así
como el nuestro propio no puede ser en vano. Es Jesús mismo quien carga todo
este peso en su cruz y nos invita a renovar nuestra misión para estar cerca de
los que sufren, para estar, sin vergüenzas, cerca de las miserias humanas y,
por qué no, vivirlas como propias para hacerlas eucaristía[32].
Nuestro tiempo, marcado por viejas y nuevas heridas necesita que seamos
artesanos de relación y de comunión, abiertos, confiados y expectantes de la
novedad que el Reino de Dios quiere suscitar hoy. Un Reino de pecadores
perdonados invitados a testimoniar la siempre viva y actuante compasión del
Señor; «porque eterna es su misericordia».
ALABANZA
«Proclama mi alma la grandeza del
Señor» (Lc 1,46).
Es imposible hablar de gratitud y ánimo sin contemplar a María. Ella,
mujer de corazón traspasado (cf. Lc 2,35), nos enseña la
alabanza capaz de abrir la mirada al futuro y devolver la esperanza al presente.
Toda su vida quedó condensada en su canto de alabanza (cf. Lc 1,46-55)
que también somos invitados a entonar como promesa de plenitud.
Cada vez que voy a un Santuario Mariano, me gusta “ganar tiempo” mirando
y dejándome mirar por la Madre, pidiendo la confianza del niño, del pobre y del
sencillo que sabe que ahí esta su Madre y es capaz de mendigar un lugar en su
regazo. Y en ese estar mirándola, escuchar una vez más como el indio Juan
Diego: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón? ¿Acaso
no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?»[33].
Mirar a María es volver «a creer en lo revolucionario de la ternura y
del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes»[34].
Si alguna vez, la mirada comienza a endurecerse, o sentimos que la
fuerza seductora de la apatía o la desolación quiere arraigar y apoderarse del
corazón; si el gusto por sentirnos parte viva e integrante del Pueblo de Dios
comienza a incomodar y nos percibimos empujados hacia una actitud elitista… no
tengamos miedo de contemplar a María y entonar su canto de alabanza.
Si alguna vez nos sentimos tentados de aislarnos y encerrarnos en
nosotros mismos y en nuestros proyectos protegiéndonos de los caminos siempre
polvorientos de la historia, o si el lamento, la queja, la crítica o la ironía
se adueñan de nuestro accionar sin ganas de luchar, de esperar y de amar… miremos
a María para que limpie nuestra mirada de toda “pelusa” que puede estar
impidiéndonos ser atentos y despiertos para contemplar y celebrar a Cristo que
Vive en medio de su Pueblo. Y si vemos que no logramos caminar derecho, que nos
cuesta mantener los propósitos de conversión, digámosle como le suplicaba, casi
con complicidad, ese gran párroco, poeta también, de mi anterior diócesis:
«Esta tarde, Señora / la promesa es sincera; / por las dudas no olvides / dejar
la llave afuera»[35].
«Ella es la amiga siempre atenta para que no falte vino en nuestras vidas. Ella
es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como
madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolor de
parto hasta que brote la justicia… como una verdadera madre, ella camina con
nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del Amor de
Dios»[36].
Hermanos, una vez más, «doy gracias sin cesar por Ustedes» (Ef 1,16)
por vuestra entrega y misión con la confianza que «Dios quita las piedras más
duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la
muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante
una piedra sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva” (cf. 1 P 2,4):
Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en Él, e incluso
cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo en base a
nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo»[37].
Dejemos que sea la gratitud lo que despierte la alabanza y nos anime una
vez más en la misión de ungir a nuestros hermanos en la esperanza. A ser
hombres que testimonien con su vida la compasión y misericordia que sólo Jesús
nos puede regalar.
Que el Señor Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y, por
favor, les pido que no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
Francisco
Roma, junto a San Juan de Letrán, 4 de agosto de 2019.
Memoria litúrgica del santo Cura de Ars.
Memoria litúrgica del santo Cura de Ars.
[2] Conferencia Episcopal Italiana (20 mayo 2019). La paternidad
espiritual que impulsa al Obispo a no dejar huérfanos a sus presbíteros, y se
puede “palpar” no sólo en la capacidad que estos tengan de tener abiertas sus
puertas para todos sus curas sino en ir a buscarlos para cuidar y acompañar.
[3] Cf. S. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, en el I
centenario del tránsito del santo Cura de Ars(1 agosto 1959).
[5] Encuentro con los sacerdotes, religiosos/as, consagrados/as
y seminaristas, Santiago de Chile (16 enero 2018).
[23] Cf. Barsanufio, Cartas; en V. Cutro – M. T.
Szwemin, Bisogno di paternità, Varsavia 2018, p. 124.
[31] Encuentro con el clero, personas de vida consagrada y
miembros de consejos pastorales, Asís (4 octubre 2013).
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