A continuación les compartimos el Mensaje por la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, anunciada el 31 de enero de este año, y que surgió como fruto del Año Amoris Laetita. Dicho mensaje se dio a conocer el 22 del corriente mes.
MENSAJE DEL
SANTO PADRE
Jornada
Mundial de los Abuelos y de los Mayores
“Yo estoy
contigo todos los días”
Queridos abuelos, queridas abuelas:
“Yo estoy contigo todos los días” (cf. Mt 28,20)
es la promesa que el Señor hizo a sus discípulos antes de subir al cielo y que
hoy te repite también a ti, querido abuelo y querida abuela. A ti. “Yo estoy
contigo todos los días” son también las palabras que como Obispo de Roma y como
anciano igual que tú me gustaría dirigirte con motivo de esta primera Jornada
Mundial de los Abuelos y de las Personas Mayores. Toda la Iglesia está
junto a ti —digamos mejor, está junto a nosotros—, ¡se preocupa por ti, te
quiere y no quiere dejarte solo!
Soy muy consciente de que este mensaje te llega en un momento
difícil: la pandemia ha sido una tormenta inesperada y violenta, una dura
prueba que ha golpeado la vida de todos, pero que a nosotros mayores nos ha
reservado un trato especial, un trato más duro. Muchos de nosotros se han
enfermado, y tantos se han ido o han visto apagarse la vida de sus cónyuges o de
sus seres queridos. Muchos, aislados, han sufrido la soledad durante largo
tiempo.
El Señor conoce cada uno de nuestros sufrimientos de este tiempo. Está al lado de los que tienen la
dolorosa experiencia de ser dejados a un lado. Nuestra soledad —agravada por la pandemia— no le es indiferente. Una tradición narra que también san Joaquín, el abuelo de Jesús, fue apartado de su comunidad porque no tenía hijos. Su vida —como la de su esposa Ana— fue considerada inútil. Pero el Señor le envió un ángel para consolarlo. Mientras él, entristecido, permanecía fuera de las puertas de la ciudad, se le apareció un enviado del Señor que le dijo: “¡Joaquín, Joaquín! El Señor ha escuchado tu oración insistente”.[1] Giotto, en uno de sus famosos frescos,[2] parece ambientar la escena en la noche, en una de esas muchas noches de insomnio, llenas de recuerdos, preocupaciones y deseos a las que muchos de nosotros estamos acostumbrados.Pero incluso cuando todo parece oscuro, como en estos meses
de pandemia, el Señor sigue enviando ángeles para consolar
nuestra soledad y repetirnos: “Yo estoy contigo todos los días”. Esto te lo
dice a ti, me lo dice a mí, a todos. Este es el sentido de esta Jornada que he
querido celebrar por primera vez precisamente este año, después de un largo
aislamiento y una reanudación todavía lenta de la vida social. ¡Que cada
abuelo, cada anciano, cada abuela, cada persona mayor —sobre todo los que están
más solos— reciba la visita de un ángel!
A veces tendrán el rostro de nuestros nietos, otras veces el
rostro de familiares, de amigos de toda la vida o de personas que hemos
conocido durante este momento difícil. En este tiempo hemos aprendido a
comprender lo importante que son los abrazos y las visitas para cada uno de
nosotros, ¡y cómo me entristece que en algunos lugares esto todavía no sea
posible!
Sin embargo, el Señor también nos envía sus mensajeros a
través de la Palabra de Dios, que nunca deja que falte en nuestras vidas.
Leamos una página del Evangelio cada día, recemos con los Salmos, leamos los
Profetas. Nos conmoverá la fidelidad del Señor. La Escritura también nos
ayudará a comprender lo que el Señor nos pide hoy para nuestra vida. Porque
envía obreros a su viña a todas las horas del día (cf. Mt 20,1-16),
y en cada etapa de la vida. Yo mismo puedo testimoniar que recibí la llamada a
ser Obispo de Roma cuando había llegado, por así decirlo, a la edad de la
jubilación, y ya me imaginaba que no podría hacer mucho más. El Señor está
siempre cerca de nosotros —siempre— con nuevas invitaciones, con nuevas
palabras, con su consuelo, pero siempre está cerca de nosotros. Ustedes saben
que el Señor es eterno y que nunca se jubila. Nunca.
En el Evangelio de Mateo, Jesús dice a los Apóstoles: «Vayan,
y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que
yo les he mandado» (28,19-20). Estas palabras se dirigen también hoy a nosotros
y nos ayudan a comprender mejor que nuestra vocación es la de custodiar las
raíces, transmitir la fe a los jóvenes y cuidar a los pequeños. Escuchen bien:
¿cuál es nuestra vocación hoy, a nuestra edad? Custodiar las raíces, transmitir
la fe a los jóvenes y cuidar de los pequeños. No lo olviden.
No importa la edad que tengas, si sigues trabajando o no, si
estás solo o tienes una familia, si te convertiste en abuela o abuelo de joven
o de mayor, si sigues siendo independiente o necesitas ayuda, porque no hay
edad en la que puedas retirarte de la tarea de anunciar el Evangelio, de la
tarea de transmitir las tradiciones a los nietos. Es necesario ponerse en
marcha y, sobre todo, salir de uno mismo para emprender algo nuevo.
Hay, por tanto, una vocación renovada también para ti en un
momento crucial de la historia. Te preguntarás: pero, ¿cómo es posible? Mis
energías se están agotando y no creo que pueda hacer mucho más. ¿Cómo puedo
empezar a comportarme de forma diferente cuando la costumbre se ha convertido
en la norma de mi existencia? ¿Cómo puedo dedicarme a los más pobres cuando tengo
ya muchas preocupaciones por mi familia? ¿Cómo puedo ampliar la mirada si ni
siquiera se me permite salir de la residencia donde vivo? ¿No ya es mi soledad
una carga demasiado pesada? Cuántos de ustedes se hacen esta pregunta: mi
soledad, ¿no es una piedra demasiado pesada? El mismo Jesús escuchó una
pregunta de este tipo a Nicodemo, que le preguntó: «¿Cómo puede un hombre
volver a nacer cuando ya es viejo?» (Jn 3,4). Esto puede ocurrir,
responde el Señor, abriendo el propio corazón a la obra del Espíritu Santo, que
sopla donde quiere. El Espíritu Santo, con esa libertad que tiene, va a todas
partes y hace lo que quiere.
Como he repetido en varias ocasiones, de la crisis en la que
se encuentra el mundo no saldremos iguales, saldremos mejores o peores. Y
«ojalá no se trate de otro episodio severo de la historia del que no hayamos
sido capaces de aprender —¡nosotros somos duros de mollera!— Ojalá no nos
olvidemos de los ancianos que murieron por falta de respiradores […].
Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva
de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los
unos a los otros, para que la humanidad renazca» (Carta enc. Fratelli
tutti, 35). Nadie se salva solo. Estamos en deuda unos con otros. Todos
hermanos.
En esta perspectiva, quiero decirte que eres necesario para
construir, en fraternidad y amistad social, el mundo de mañana: el mundo en el
que viviremos —nosotros, y nuestros hijos y nietos— cuando la tormenta se haya
calmado. Todos «somos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las
sociedades heridas» (ibíd., 77). Entre los diversos pilares que deberán
sostener esta nueva construcción hay tres que tú, mejor que otros, puedes
ayudar a colocar. Tres pilares: los sueños, la memoria y
la oración. La cercanía del Señor dará la fuerza para emprender un
nuevo camino incluso a los más frágiles de entre nosotros, por los caminos de
los sueños, de la memoria y de la oración.
El profeta Joel pronunció en una ocasión esta promesa: «Sus
ancianos tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (3,1). El futuro
del mundo reside en esta alianza entre los jóvenes y los mayores. ¿Quiénes, si
no los jóvenes, pueden tomar los sueños de los mayores y llevarlos adelante?
Pero para ello es necesario seguir soñando: en nuestros sueños de justicia, de
paz y de solidaridad está la posibilidad de que nuestros jóvenes tengan nuevas
visiones, y juntos podamos construir el futuro. Es necesario que tú también des
testimonio de que es posible salir renovado de una experiencia difícil. Y estoy
seguro de que no será la única, porque habrás tenido muchas en tu vida, y has
conseguido salir de ellas. Aprende también de aquella experiencia para salir
ahora de esta.
Los sueños, por eso, están entrelazados con la memoria.
Pienso en lo importante que es el doloroso recuerdo de la guerra y en lo mucho
que las nuevas generaciones pueden aprender de él sobre el valor de la paz. Y
eres tú quien lo transmite, al haber vivido el dolor de las guerras. Recordar
es una verdadera misión para toda persona mayor: la memoria, y llevar la
memoria a los demás. Edith Bruck, que sobrevivió a la tragedia de la Shoah,
dijo que «incluso iluminar una sola conciencia vale el esfuerzo y el dolor de
mantener vivo el recuerdo de lo que ha sido —y continúa—. Para mí, la memoria
es vivir».[3] También pienso en mis abuelos y en los que entre
ustedes tuvieron que emigrar y saben lo duro que es dejar el hogar, como hacen
todavía hoy tantos en busca de un futuro. Algunos de ellos, tal vez, los
tenemos a nuestro lado y nos cuidan. Esta memoria puede ayudar a construir un
mundo más humano, más acogedor. Pero sin la memoria no se puede construir; sin
cimientos nunca construirás una casa. Nunca. Y los cimientos de la vida son la
memoria.
Por último, la oración. Como dijo una vez mi
predecesor, el Papa Benedicto, santo anciano que continúa rezando y trabajando
por la Iglesia: «La oración de los ancianos puede proteger al mundo, ayudándole
tal vez de manera más incisiva que la solicitud de muchos».[4] Esto
lo dijo casi al final de su pontificado en 2012. Es hermoso. Tu oración es un
recurso muy valioso: es un pulmón del que la Iglesia y el mundo no pueden
privarse (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 262). Sobre todo en
este momento difícil para la humanidad, mientras atravesamos, todos en la misma
barca, el mar tormentoso de la pandemia, tu intercesión por el mundo y por la
Iglesia no es en vano, sino que indica a todos la serena confianza de un lugar
de llegada.
Querida abuela, querido abuelo, al concluir este mensaje quisiera
señalarte también el ejemplo del beato —y próximamente santo— Carlos de
Foucauld. Vivió como ermitaño en Argelia y en ese contexto periférico dio
testimonio de «sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano»
(Carta enc. Fratelli tutti, 287). Su historia muestra cómo es
posible, incluso en la soledad del propio desierto, interceder por los pobres
del mundo entero y convertirse verdaderamente en un hermano y una hermana
universal.
Pido al Señor que, gracias también a su ejemplo, cada uno de
nosotros ensanche su corazón y lo haga sensible a los sufrimientos de los más
pequeños, y capaz de interceder por ellos. Que cada uno de nosotros aprenda a
repetir a todos, y especialmente a los más jóvenes, esas palabras de consuelo
que hoy hemos oído dirigidas a nosotros: “Yo estoy contigo todos los días”.
Adelante y ánimo. Que el Señor los bendiga.
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo, fiesta de la Visitación
de la B.V. María
FRANCISCO
_______________________
[1] El episodio se narra en el Protoevangelio de
Santiago.
[2] Se trata de la imagen elegida como logotipo de
la Jornada Mundial de los Abuelos y de las Personas Mayores.
[3] Cf. La memoria è vita, la scrittura è
respiro: L’Osservatore Romano (26 enero 2021).
[4] Cf. Visita a la Casa-Familia “Viva los ancianos”
(2 noviembre 2012).
[00871-ES.01] [Texto original: Italiano]
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