El alma contemplativa sabe que
lleva consigo de manera indecible tanto la presencia del Dios, con quien
establece una silencio relación de amor, como la presencia y urgencia de cuanto
constituye el cerco de su propia vida en la tierra. Nada puede serle ajeno. De
nada puede ni quiere desprenderse cómodamente y como si fueran intereses que
tampoco e importan al Dios de su personal relación.
El contemplativo lleva en las
manos un mundo que debe ser salvado, que clama por una luz para sus pasos, que
busca la paz y el sosiego de una razonable maner de entenderse las criaturas
entre sí y la voluntad del Señor. Si la Palabra de Dios se hizo carne cuando
llego la plenitud de los tiempos, el contemplativo descubre y adora ahora que
esa misma Palabra sigue necesitando encarnaciones nuevas,puestas a punto que
sólo en la fecundidad del silencio y de la soledad contemplativa puede
encontrar seno y desarrollo.
En el desierto de la contemplación, a sólas con la
dinámica activa de esta oración-entrega, es donde se escucha mejor la Palabra,
donde se la recibe con mayor humildad y agradecimiento y donde se da tiempo
para que la Palabra se fecunde en sí misma y convierta en acción apóstolica
toda su fuerza. Y sabe el contemplativo que esta eficacia de su escucha de la
Palabra es la mejor prueba de que la relación oracional es viva y segura.
Porque se ha escuchado la Palabra, no sólo para saborearla, sino también para
liberar la generosidad con que se entregará a los demás el fruto y la luz de
esa Palabra contemplada.
(Fuente: "Revista Orar")
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