En este día, en que se recuerda
la dedicación, en el año 543, de la iglesia de Santa María la Nueva, construida
cerca del templo de Jerusalén, celebramos junto con los cristianos de la Iglesia
oriental, la “dedicación” que María hizo de sí misma a Dios, ya desde su
infancia, movida por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde su
concepción inmaculada.
Según antiguas tradiciones, la
Virgen había nacido en Jerusalén; sus padres llamados Joaquín y Ana, la habían
concebidos ya ancianos, y después de muchas súplicas a Yavhé a causa de la
esterilidad –tan mal vista entre los judíos- la habían ofrecido al Señor y la
habían presentado al, niña aún, en el templo, para que viviera allí su infancia.
Al margen de su historia, el
actual orden litúrgico, emanado del concilio Vaticano II, la considera como la
fiesta de la virginidad de María, ella como ninguna otra criatura humana, está
totalmente consagrada a Dios.
(Fuente: “Liturgia de
las horas” y “Encuentro con la Palabra”)
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