¿En dónde están los profetas?
Los profetas alimentaron la esperanza de Israel,
especialmente en los momentos de postración y derrota, en aquellos en los que
era más fácil caer en la desesperación. Los oráculos proféticos, que denuncian
la injusticia y la infidelidad del pueblo como causa de sus propios males, no
se limitan a señalar la actual situación de derrota y humillación como justa
consecuencia del mal comportamiento, sino que reafirman la voluntad salvífica
de Dios, manifestada en el perdón y la rehabilitación del pueblo. Allí donde
reina la destrucción, puede resurgir la vida, del tronco seco y en apariencia
muerto puede brotar un renuevo.
Si ese renuevo brota del tronco de Jesé, quiere decirse que
Dios restablece la promesa davídica, en apariencia condenada a la desaparición
a causa de la infidelidad de los sucesores de David. Los profetas son capaces
de soñar cuadros que nos pueden parecer utopías idílicas, más propias de
soñadores ilusos que de personas realistas. Sin embargo, lo que describen los
profetas, como hoy la poesía de Isaías, no son sueños fatuos, sino aquello a lo
que aspira en el fondo el corazón humano, que ellos saben leer como nadie, y
que ven como el cumplimiento de las promesas de Dios, como el fruto de una
fidelidad divina que supera con creces todas las infidelidades de la monarquía,
del pueblo, del hombre en general. Pero esto no quiere
decir que se trate de un
cumplimiento mágico, en el que todo se convertirá de repente en color de rosa
sin cooperación alguna por parte del hombre. Se trata de un brote, de un
renuevo, es decir, del comienzo de un proceso. Además, la vida que renace del
tronco de Jesé es el resultado de un “espíritu”: espíritu de prudencia y
sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del
Señor; es el resultado de un modo de vida, el de aquel que es capaz de juzgar
con justicia y rectitud, de oponerse con fuerza al mal.
No está dicho que ese
mundo nuevo y en paz nacerá sin oposición. Lo que el Profeta nos dice en
realidad es que Dios no ha perdido la esperanza en la bondad del hombre (la
semilla que Él mismo depositó en el corazón humano al crearlo) y que actúa para
hacerlo brotar. La libertad y la responsabilidad humana no son ajenas a la
“utopía”: es posible crear un mundo armónico y en paz, y hacer de él un paraíso
si el hombre retorna a Dios y vive de acuerdo con la dignidad que de Él ha
recibido.
Los profetas son los hombres capaces de ver en el desierto la
posibilidad de un jardín, en la desgracia los signos de la presencia de Dios.
Sus palabras superan con mucho las circunstancias históricas en que fueron
pronunciadas o escritas.
Nosotros descubrimos en el oráculo profético de Isaías (cuyo
trasfondo histórico es la invasión asiria de Senaquerib el 701 a.C.) el anuncio
del nacimiento de Jesús, en quien el Espíritu de Dios habita en su plenitud y
en torno al que empieza a hacerse verdad la profecía de un mundo en el que no
reine la violencia. Él es el renuevo del tronco de Jesé, la restauración de la
dinastía davídica, aunque se trata ahora de un reinado completamente distinto,
no político, sino dirigido al corazón del hombre.
Juan, que pertenece al linaje de los profetas, surge cuando
la profecía parecía haber muerto en Israel y es, por eso mismo, todo un signo
de esperanza; además, su profecía breve e intensa, áspera y directa, supera a
todos sus precedentes. Su ministerio profético tiene lugar en el desierto: el
lugar de la aridez y la muerte, pero también el lugar de la experiencia genuina
de Dios, de la purificación y la promesa. Su profecía no habla de una futura
restauración, sino de un acontecimiento inminente. Por eso, su llamada a la
conversión es dura y apremiante.
Precisamente en el desierto, y en un momento de máxima
postración del pueblo elegido, sometido casi por entero a una potencia
extranjera y gentil, Juan es capaz de ver los signos de una presencia
inmediata. Esa presencia todavía no se ha descubierto, pero su inminencia urge
a cambiar de actitud, a purificarse y prepararse para no dejar pasar la
oportunidad que Dios nos brinda. Porque, de nuevo, no se trata de un
acontecimiento que suceda sin participación alguna por parte nuestra. Aquí no
caben automatismos. Juan avisa de que el proceso ya se ha iniciado, y de que
está abierto a todos: no es algo para los puros, sino para los que,
reconociendo su pecado, están dispuestos a purificarse. Se trata de una llamada
personal que apela a la responsabilidad de cada uno. Por eso habla con tanta
dureza a fariseos y saduceos, que ni reconocen su pecado ni, en consecuencia,
están dispuestos a la purificación simbolizada en el bautismo. La mera
pertenencia al pueblo de Israel (ser hijo de Abraham) no es suficiente para
asegurarse la salvación. Da la impresión de que saduceos y fariseos acudían a
Juan o por curiosidad o “por si acaso”, tal vez para controlar la actividad del
díscolo profeta, que no se sometía a nadie. El caso es que carecían de una
voluntad real de purificarse por dentro, de cambiar de vida y dar frutos de
conversión.
Juan, el último y el más grande de los profetas, no es, sin
embargo el vástago anunciado por Isaías, pese a que externamente su predicación
básica se parece mucho a la de Jesús: “está cerca el Reino de los Cielos”. Pero
mientras que Juan sólo presiente y prepara esa presencia ya cercana, Jesús es
la realización de la misma. Es en él en quien se cumplen las antiguas promesas,
los sueños de los profetas. Sabemos, una vez más, que no se trata de un cumplimiento
triunfal, mágico, sin oposición, ni tampoco sin colaboración por nuestra parte.
Juan nos advierte de los signos de lo que está por venir y de las disposiciones
necesarias para acogerlo y colaborar a hacerlo realidad en nuestro mundo. Nos
preparamos en medio de las contradicciones que nos rodean y que nos afectan
personalmente: el mal existe, en el mundo, en nosotros mismos, y por eso la
realización de las promesas, ya presentes en la persona de Jesús, se da en
tensión, de forma agónica. Es una lucha que cada uno de nosotros debe sostener
y que los seguidores de Cristo experimentan de múltiples formas. Pero,
precisamente porque no es una pura promesa, sino una realidad ya operante,
podemos percibir, en el espíritu del profetismo más genuino, los signos reales
de esa presencia. El primero y el más importante de todos: la Palabra, que como
dice Pablo de las antiguas Escrituras, que se escribieron para enseñanza
nuestra, nos instruye e ilumina, “de modo que entre nuestra paciencia y el
consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza”. En torno a la
Palabra encarnada, que es el mismo Cristo, se congrega unánime (= con una sola
alma) la comunidad, que en la acogida mutua, alaba a Dios. De esta forma,
nosotros mismos nos convertimos en signos de esperanza para otros, para los
desposeídos de esperanza, porque, aunque de manera imperfecta, en la voluntad
de escuchar la Palabra, en la acogida de los otros sin distinción, esto es, en
el amor, en el perdón recibido y otorgado, estamos haciendo fructificar el
renuevo del tronco de Jesé, y haciendo verdad el sueño de los profetas, la
verdad de un mundo en armonía y paz, tratando de hacer posibles esa paz y
armonía en torno a nosotros, superando los prejuicios y las barreras que se
alzan de tantas formas entre los hombres, descubriendo en todos ellos, judíos o
gentiles, a aquellos para los que se hicieron las promesas del Dios fiel, que
va al encuentro de los hombres, y que está ya cerca.
(José María Vegas, cmf)
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