Contaba un caballero que, cuando era niño, su carácter
impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación.
Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado
y pedía excusas a quien había ofendido.
Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones
después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al
salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:
—¡Arrúgalo! El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció
e hizo con el papel una bolita. —Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo
como estaba antes.
Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que
trataba, el papel siempre permanecía
lleno de pliegues y de arrugas.
Entonces el maestro remató diciendo:
—El corazón de las personas es como ese papel. La huella
que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos
pliegues.
Así aprendió a ser más comprensivo y más paciente,
recordando, cuando está a punto de estallar, el ejemplo del papel arrugado.
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