“… quiero presentarles otra figura importante en la
historia de la teología: se trata del beato Juan Duns Scoto, que vivió a
finales del siglo XIII. Una antigua inscripción sobre su tumba resume las
coordinadas geográficas de su biografía: “Inglaterra lo acogió; Francia lo
instruyó; Colonia, en Alemania, conserva los restos; en Escocia nació”. No
podemos descuidar estas informaciones, también porque tenemos bien pocas
noticias sobre la vida de Duns Scoto. Nació probablemente en 1266 en un pueblo,
que se llamaba precisamente Duns, en las cercanías de Edimburgo. Atraído por el
carisma de san Francisco de Asís, entró en la Familia de los Frailes menores y,
en 1291, fue ordenado sacerdote. Dotado de una inteligencia brillante y llevada
a la especulación – esa inteligencia por la que mereció de la tradición el
título de Doctor subtilis, “Doctor sutil” – Duns Scoto fue dirigido
a los estudios de filosofía y de teología en las célebres Universidades de
Oxford y de París. Concluida con éxito su formación, emprendió la enseñanza de
la teología en las Universidades de Oxford y de Cambridge, y después de París,
empezando a comentar, como todos los Maestros de su tiempo, las Sentencias de
Pedro Lombardo. Las obras principales de Duns Scoto representan precisamente el
fruto maduro de estas lecciones, y toman su título de los lugares en los que
enseñó: Opus Oxoniense (Oxford), Reportatio
Cambrigensis (Cambridge), Reportata Parisiensia (París)…
No sólo el papel de Cristo en la historia de la
salvación, sino también el de María es objeto de la reflexión del Doctor
subtilis. En los tiempos de Duns Scoto la mayor parte de los teólogos
oponía una objeción, que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María
Santísima estuvo exenta del pecado original desde el primer instante de su
concepción: de hecho, la universalidad de la Redención llevada a cabo por
Cristo, a primera vista, podría parecer comprometida por una afirmación
semejante, como si María no hubiese tenido necesidad de Cristo y de su
redención. Por ello los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, entonces,
para hacer
comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que fue después adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada Concepción representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese preservada del pecado original. Por tanto María está totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos – a menudo con solemne juramento – se comprometieron en defenderla y en perfeccionarla.
comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que fue después adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada Concepción representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese preservada del pecado original. Por tanto María está totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos – a menudo con solemne juramento – se comprometieron en defenderla y en perfeccionarla.
A este respecto, quisiera poner de evidencia un dato, que
me parece importante. Teólogos de valor, como Duns Scoto sobre la doctrina de
la Inmaculada Concepción, enriquecieron con su contribución específica de
pensamiento lo que el Pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Beata
Virgen, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y, en
general, en la vida cristiana. Así la fe tanto en la Inmaculada Concepción,
como en la Asunción corporal de la Virgen estaba ya presente en el Pueblo de
Dios, mientras que la teología no había encontrado aún la clave para
interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe…
Queridos hermanos y hermanas, el beato Duns Scoto nos
enseña que en nuestra vida lo esencial es creer que Dios está cercano a
nosotros y nos ama en Jesucristo, y cultivar, por tanto, un profundo amor a Él
y a su Iglesia. De este amor nosotros somos los testigos en esta tierra. Que
María Santísima nos ayude a recibir este infinito amor de Dios del que
gozaremos plenamente por la eternidad en el Cielo, cuando finalmente nuestra
alma estará unida por siempre a Dios, en la comunión de los santos.
(De la audiencia
papal del 7 de julio de 2010, Benedicto XVI)
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