sábado, 7 de diciembre de 2019

Duns Scoto y la Inmaculada Concepción de María


“… quiero presentarles otra figura importante en la historia de la teología: se trata del beato Juan Duns Scoto, que vivió a finales del siglo XIII. Una antigua inscripción sobre su tumba resume las coordinadas geográficas de su biografía: “Inglaterra lo acogió; Francia lo instruyó; Colonia, en Alemania, conserva los restos; en Escocia nació”. No podemos descuidar estas informaciones, también porque tenemos bien pocas noticias sobre la vida de Duns Scoto. Nació probablemente en 1266 en un pueblo, que se llamaba precisamente Duns, en las cercanías de Edimburgo. Atraído por el carisma de san Francisco de Asís, entró en la Familia de los Frailes menores y, en 1291, fue ordenado sacerdote. Dotado de una inteligencia brillante y llevada a la especulación – esa inteligencia por la que mereció de la tradición el título de Doctor subtilis, “Doctor sutil” – Duns Scoto fue dirigido a los estudios de filosofía y de teología en las célebres Universidades de Oxford y de París. Concluida con éxito su formación, emprendió la enseñanza de la teología en las Universidades de Oxford y de Cambridge, y después de París, empezando a comentar, como todos los Maestros de su tiempo, las Sentencias de Pedro Lombardo. Las obras principales de Duns Scoto representan precisamente el fruto maduro de estas lecciones, y toman su título de los lugares en los que enseñó: Opus Oxoniense (Oxford), Reportatio Cambrigensis (Cambridge), Reportata Parisiensia (París)…

No sólo el papel de Cristo en la historia de la salvación, sino también el de María es objeto de la reflexión del Doctor subtilis. En los tiempos de Duns Scoto la mayor parte de los teólogos oponía una objeción, que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María Santísima estuvo exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción: de hecho, la universalidad de la Redención llevada a cabo por Cristo, a primera vista, podría parecer comprometida por una afirmación semejante, como si María no hubiese tenido necesidad de Cristo y de su redención. Por ello los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, entonces, para hacer
comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que fue después adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada Concepción representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese preservada del pecado original. Por tanto María está totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos – a menudo con solemne juramento – se comprometieron en defenderla y en perfeccionarla.
A este respecto, quisiera poner de evidencia un dato, que me parece importante. Teólogos de valor, como Duns Scoto sobre la doctrina de la Inmaculada Concepción, enriquecieron con su contribución específica de pensamiento lo que el Pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Beata Virgen, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vida cristiana. Así la fe tanto en la Inmaculada Concepción, como en la Asunción corporal de la Virgen estaba ya presente en el Pueblo de Dios, mientras que la teología no había encontrado aún la clave para interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe…

Queridos hermanos y hermanas, el beato Duns Scoto nos enseña que en nuestra vida lo esencial es creer que Dios está cercano a nosotros y nos ama en Jesucristo, y cultivar, por tanto, un profundo amor a Él y a su Iglesia. De este amor nosotros somos los testigos en esta tierra. Que María Santísima nos ayude a recibir este infinito amor de Dios del que gozaremos plenamente por la eternidad en el Cielo, cuando finalmente nuestra alma estará unida por siempre a Dios, en la comunión de los santos.

(De la audiencia papal del 7 de julio de 2010, Benedicto XVI)

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