Si yo tuviera que pedirle a Dios un don, un solo don, un
regalo celeste, le pediría, creo que sin dudarlo, que me concediera el supremo
arte de la sonrisa. Es lo que más envidio en algunas personas. Es, me parece,
la cima de las expresiones humanas.
Hay, ya lo sé, sonrisas mentirosas, irónicas, despectivas y
hasta ésas que en el teatro romántico llamaban «risas sardónicas». Son ésas de
las que Shakespeare decía en una de sus comedias que «se puede matar con una
sonrisa». Pero no es de ellas de las que estoy hablando. Es triste que hasta la
sonrisa pueda pudrirse. Pero no vale la pena detenerse a hablar de la
podredumbre.
Hablo más bien de las que surgen de un alma iluminada, ésas
que son como la crestería de un relámpago en la noche, como lo que sentimos al
ver correr a un corzo, como lo que produce en los oídos el correr del
agua de
una fuente en un bosque solitario, ésas que milagrosamente vemos surgir en el
rostro de un niño de ocho meses y que algunos humanos -¡poquísimos!- consiguen
conservar a lo largo de toda su vida.
Me parece que esa sonrisa es una de las pocas cosas que Adán
y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos
un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos
segundos al paraíso. Lo dice estupendamente Rosales cuando escribe que «es
cierto que te puedes perder en alguna sonrisa como dentro de un bosque y es
cierto que, tal vez, puedas vivir años y años sin regresar de una sonrisa».
Debe de ser, por ello, muy fácil enamorarse de gentes o personas que posean una
buena sonrisa. Y ¡qué afortunados quienes tienen un ser armado en cuyo rostro
aparece con frecuencia ese fulgor maravilloso!
Pero la gran pregunta es, me parece, cómo se consigue una
sonrisa. ¿Es un puro don del cielo? ¿O se construye como una casa? Yo supongo
que una mezcla de las dos cosas, pero con un predominio de la segunda. Una
persona hermosa, un rostro limpio y puro tiene ya andado un buen camino para
lograr una sonrisa fulgidora. Pero todos conocemos viejitos y viejitas con
sonrisas fuera de serie. Tal vez las sonrisas mejores que yo haya conocido
jamás las encontré precisamente en rostros de monjas ancianas: la madre Teresa
de Calcuta y otras muchas menos conocidas.
Por eso yo diría que una buena sonrisa es más un arte que
una herencia. Que es algo que hay que construir, pacientemente, laboriosamente.
¿Con qué? Con equilibrio interior, con paz en el alma, con
un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la
sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado
jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso. Un arte que hay que practicar terca y
constantemente. No haciendo muecas ante un espejo, porque el fruto de ese tipo
de ensayos es la máscara y no la sonrisa.
Aprender en la vida, dejando que la alegría interior vaya
iluminando todo Cuanto a diario nos ocurre e imponiendo a cada una de nuestras
palabras la obligación de no llegar a la boca sin haberse chapuzado antes en la
sonrisa, lo mismo que obligamos a los niños a ducharse antes de salir de casa
por la mañana.
Esto lo aprendí yo de un viejo profesor mío de oratoria. Un
día nos dio la mejor de sus lecciones: fue cuando explicó que si teníamos que
decir en un sermón o una conferencia algo desagradable para los oyentes, que no
dejáramos de hacerlo, pero que nos obligáramos a nosotros mismos a decir todo
lo desagradable sonriendo.
Aquel día aprendí yo algo que me ha sido infinitamente útil:
todo puede decirse. No hay verdades prohibidas. Lo que debe estar prohibido es
decir la verdad con amargura, con afanes de herir. Cuando una sola de nuestras
frases molesta a los oyentes (o lectores) no es porque ellos sean egoístas y no
les guste oír la verdad, sino porque nosotros no hemos sabido decirla, porque
no hemos tenido el amor suficiente a nuestro público como para pensar siete
veces en la manera en la que les diríamos esa agria verdad, tal y como pensamos
la manera de decir a un amigo que ha muerto su madre. La receta de poner a
todos nuestros cócteles de palabras unas gotitas de humor sonriente suele ser
infalible.
Y es que en toda sonrisa hay algo de transparencia de Dios,
de la gran paz. Por eso me he atrevido a titular este comentario ha- blando de
la sonrisa como de un sacramento. Porque es el signo visible de que nuestra
alma está abierta de par en par.
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