jueves, 19 de junio de 2008

Todos estamos llamados a la santidad

Pero, ¿qué camino he de escoger yo en esta vida?


¿casarme o vivir solo? ¿ser misionero? ¿ser monja? ¿ser sacerdote? ¿Qué seré en esta vida?
Hay una experiencia que compartimos todos los seres humanos, todos nos hacemos preguntas. A todos nos inquieta el futuro, nuestro futuro, mi futuro. Me gustaría tenerlo todo claro, todo decidido, todo conseguido, pero la verdad es que no es así. En nuestra vida hay innumerables dudas. Pero entre todas ellas, hay una que posiblemente sea la que más nos aprieta:
¿Qué seré? ¿A qué me dedicaré en la vida para conseguir mi mayor objetivo, que es ser feliz? ¿Qué tengo que hacer para llevar a cabo los deseos y anhelos más íntimos de mi corazón, incluso aquellos que seguramente no me he atrevido a contar a nadie?
Todos necesitamos encontrar el sentido de nuestra vida, es decir, aquellos ideales por los que yo me decido libremente, y los convierto en mi razón fundamental para vivir y para actuar. La consecución de esos ideales se convierte para mí en apasionante motivo para luchar, esforzarme y superar las dificultades. Conseguirlo me hace feliz, da sentido a mi vida.
Pero esta búsqueda no siempre es fácil. Hay momentos en los que lo tenemos todo muy claro, pero en otros la confusión nos invade. Muchas personas se rinden en el camino y se conforman con encontrar pequeñas satisfacciones al momento actual y renuncian a construir un proyecto de felicidad, pero también es cierto que otros muchos, con tenacidad y constancia intentan caminar entre las dudas, y encuentran la luz.
Y en esta búsqueda los cristianos sabemos que no estamos solos. Dios, que no es una idea, ni un concepto, ni un mito; sino que, como dice el Catecismo, es nuestro Padre, vivo real y presente en la historia de los hombres, es quien nos ha llamado a la vida, y quien en el fondo ha puesto en nuestro corazón esas semillas de inquietud por conseguir unos ideales. Por eso, caminar con ese empeño nos hace felices, porque en el fondo es hacer fructificar las semillas depositadas por nuestro Padre en nosotros. Es responder a vocación a la que Dios nos llama.
Porque la vocación es eso, la llamada que Dios, que es Padre, nos hace a cada uno de nosotros a vivir nuestra vida según el proyecto que nos ofrece a cada uno de sus hijos.
Lo que yo haga en esta vida ¿no es sólo asunto mío?
Cada uno de nosotros no estamos en el mundo por casualidad. Dios nos llama personalmente a cada uno a vivir en este mundo, con un proyecto más grande, llegar a vivir la plenitud junto a Él.
Por el Sacramento del Bautismo somos hijos amados de Dios. Por tanto podemos llamar a Dios, Padre; y a todos los demás hombres y mujeres, les reconocemos como hermanos. El bautismo es una llamada a formar parte de un Pueblo, el Pueblo de Dios; a vivir como Comunidad, no vamos por libre y en solitario; a formar parte de la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo, el primer llamado y el que ha vivido la vocación de una forma más perfecta.
Si somos capaces de valorar nuestra vida como regalo de Dios, regalo único e irrepetible, seremos capaces de reconocer que la fe es un nuevo regalo que nos ofrece nuestro Padre. Entonces seremos capaces de salir al encuentro de Cristo, que se ha hecho hombre para encontrarse con nosotros y manifestarnos el amor de Dios a sus criaturas. Este encuentro nos hará descubrir que a cada uno de nosotros Cristo nos llama a una misión, llevar a mis hermanos la Buena Nueva de la salvación. Como en otro tiempo hizo con los Apóstoles, hoy nos dice a nosotros, “Id por todo el mundo...Anunciad el Evangelio de la salvación a vuestros hermanos....Sed mis testigos”.

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