miércoles, 9 de diciembre de 2009

Cuento: "La anciana en el pesebre"



Pasó en Belén aquella madrugada. La estrella acababa de desaparecer, el último peregrino había abandonado el establo, la Virgen había ya acomodado las pajas de la cuna, y el niño por fin había podido dormirse. “¿Pero puede uno dormir en la noche de Navidad?”
Dulcemente la puerta se abrió, empujada, podría decirse, por un aliento más que por una mano, y una mujer apareció en el dintel, cubierta de harapos, tan vieja y tan arrugada que en su rostro color de tierra la boca parecía ser una arruga más. Al verla, María sintió miedo, como si hubiera entrado al establo alguna hada malvada. Felizmente Jesús dormía. El asno y el buey rumiaban apaciblemente su paja y miraban a la extraña mujer adelantarse sin dar muestra alguna de sorpresa como si la conocieran desde siempre.

La Virgen, por su parte, no le quitaba los ojos de encima. Cada uno de los pasos que la anciana daba parecía que duraban siglos. La vieja seguía avanzando hasta que se detuvo junto al pesebre. Gracias a Dios, Jesús seguía durmiendo.
“¿Pero duerme uno la noche de Navidad?”
De pronto el niño abrió los ojos, y su madre se sorprendió muchísimo al ver que los ojos de la mujer y los del niño eran exactamente iguales y brillaban con la misma esperanza. La mujer entonces se inclinó sobre el pesebre, mientras que su mano hurgaba entre sus harapos buscando alguna cosa que tardó siglos en encontrar. María seguía mirándola con la misma inquietud. Los animales la miraban también, pero siempre sin sorpresa, como si supieran por adelantado lo que iba a suceder.

Por fin, al cabo de un largo rato, la anciana logró sacar de sus harapos un objeto escondido en cuenco de su mano y lo entregó al niño.
Tras todos los tesoros ofrendados por los magos y los regalos de los pastores, qué sería aquel nuevo presente? Desde donde se encontraba, María no podía verlo. Sólo percibía la espalda curvada por los años, y que se doblaba aún más al inclinarse sobre la cuna. Pero el asno y el buey seguían mirándola sin inquietarse.
Esto duró un buen rato. Después la anciana mujer se enderezó, como liberada del terrible peso que la empujaba hacia el suelo. Sus espaldas ya no estaban gibadas, su cabeza tocaba casi el techo de la choza y su rostro había recuperado milagrosamente la juventud. Y cuando se apartó de la cuna para dirigirse de nuevo hacia la puerta y desaparecer en la noche de la que había venido, María pudo al fin ver el regalo misterioso. Eva, porque era ella, había venido a devolverle al niño la pequeña manzana, la manzana del primer pecado y de tantos otros que lo siguieron. Y la manzanita roja brillaba en las manos del recién nacido como el globo del mundo nuevo que con El acababa de nacer.

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