lunes, 2 de enero de 2012

¿POR QUÉ CELEBRAMOS NAVIDAD EL 25 DE DICIEMBRE?

LA NOCHE GRANDE

La noche del 24 de diciembre millones de personas en todo el mundo conmemoran, con profunda emoción, otra noche de hace dos mil años, en la que Jesucristo vino al mundo en una pobre gruta de animales.

Ninguna otra celebración religiosa, ni siquiera la Pascua que es la más importante de las fiestas cristianas, tiene la carga de ternura y recogimiento que encierra la Navidad. Incluso ese día, en muchas partes del mundo se suspenden las guerras, se conceden indultos, se saludan quienes no se hablan, y la gente es capaz de ser más amable y generosa de lo que es el resto del año. ¿Cuál es entonces la fecha exacta?



Si bien es posible fijar el año de su nacimiento con bastante aproximación (que fue paradójicamente, el año 7 antes de la era cristiana), es en cambio imposible saber el día. Porque los datos de los que disponemos resultan escasos para permitirnos averiguarlo.


EL MES IMPROBABLE

Pero si quisiéramos basarnos en las informaciones bíblicas debemos concluir que diciembre es el único mes en que Jesús no pudo haber nacido. ¿Por qué? Porque el evangelio de San Lucas nos dice que la noche en que Él nació “había cerca de Belén unos pastores que dormían al aire libre en el campo y vigilaban sus ovejas por turnos durante la noche” (Lc 2,8). Ahora bien, teniendo en cuenta que diciembre es pleno invierno en Palestina, y que en la región cercana a Belén caen heladas durante este tiempo, además de ser la época que tiene los promedios más altos de lluvias, difícilmente se puede pensar que en ese mes haya habido unos pastores al aire libre cuidando sus rebaños. Todos ellos, rebaños y pastores, permanecen dentro de los establos. Sólo a partir de marzo, al mejorar las condiciones climáticas, suelen pasar la noche a la intemperie.

Por lo tanto, si cuando nació Jesús  había pastores con sus ovejas a la intemperie es probable que haya sido cualquier mes del año menos diciembre. ¿Por qué, entonces, celebramos la Navidad el 25 de diciembre?


TORMENTA EN LA IGLESIA

Desde muy antiguo los cristianos quisieron fijar la fecha del nacimiento de Jesús para poder festejar su cumpleaños, como se hace con los seres queridos y los personajes importantes. Como no pudieron averiguarla se pusieron varias fechas probables. San Clemente de Alejandría, en el siglo III, decía que el 20 de abril. San Epifanio sugirió el 6 de enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero no se llegaba a un acuerdo decisivo debido a la falta de datos y argumentos ciertos para demostrarlo, por lo que la fiesta del nacimiento del Señor se mantuvo incierta durante los primeros siglos.

Pero en el siglo IV ocurrió algo inesperado, que obligó a la Iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente sentada. Apareció en el horizonte una temible y poderosa herejía que perturbó la calma de los cristianos y sacudió a los teólogos y pensadores de aquel tiempo. Era el “arrianismo”, doctrina así llamada porque la había creado un sacerdote de nombre Arrio, en la ciudad de Alejandría de Egipto.


EXTRAORDINARIO PERO NO DIVINO

Arrio era un hombre estudioso y culto, a la vez que impetuoso y apasionado. Tenía la palabra elocuente y gozaba de un notable poder persuasivo. Hacia el año 315 comenzó a desplegar una enorme actividad en Egipto, y sus prácticas ascéticas, unidas a su gran capacidad de convicción, le atrajeron pronto a numerosos admiradores. Pero Arrio pronto comenzó a predicar unas ideas novedosas y extrañas.

¿Qué enseñaba Arrio? Su pensamiento puede sintetizarse en lo siguiente: Jesús no era realmente Dios. Era, sí, un ser extraordinario, maravilloso, grandiosos, una criatura perfecta, pero no era Dios mismo. Dios lo había creado para que ayudara a salvar a la humanidad. Y por la ayuda que le prestó a Dios con su pasión y muerte en la cruz se hizo digno del título de “Dios”, que Dios Padre le regaló. Pero no fue verdadero Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gracias a su misión cumplida en la tierra.

La teoría de Arrio fascinó la inteligencia de muchos, especialmente de la gente sencilla, para quien era más comprensible la idea  de que Jesús fuera elevado por sus méritos a la categoría de Dios, que el hecho grandioso e impresionante de que Dios mismo, en persona, haya nacido en este mundo en una débil criatura. El arrianismo, en el fondo, quitaba el misterio de la divinidad de Cristo, y ponía al alcance de la inteligencia humana una de las verdades más fundamentales del cristianismo.

Eso lo llevó a abrirse fácilmente camino entre las grandes masas y a extenderse rápidamente en vastos territorios.

La habilidad dialéctica de Arrio y su fogosa oratoria logró convencer  no sólo al pueblo simple y a numerosos sacerdotes, sino también a dos grandes obispos: Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea.


NACE EL CREDO

La prédica de Arrio desató una fuerte discusión religiosa dentro de la Iglesia, y los cristianos se vieron de pronto divididos por una dolorosa guerra interna. Fue una lucha general: emperadores, papas, obispos, diáconos y sacerdotes, intervinieron tempestuosamente en el conflicto. El mismo pueblo participaba ardorosamente en disputas y riñas callejeras. Unos decían: “Jesús no es Dios”, y otros contestaban con vehemencia: “Sí, Jesús sí es Dios”. La doctrina de Arrio se expandió de tal manera que san Jerónimo llegó a exclamar: “El mundo se ha despertado arriano”.

En medio de este acalorado debate, se resolvió convocar a un Concilio Universal de obispos para resolver tan delicada cuestión, que contaba con detractores y defensores de ambos lados. Y el 20 de mayo del año 325, en Nicea, pequeña ciudad de Constantinopla (que era por entonces la capital del Imperio), dio comienzo la magna asamblea. Participaron unos 300 obispos de todo el mundo y fue el primer Concilio Universal reunido en la historia de la Iglesia.

Los presentes en el Concilio, en su inmensa mayoría,  reconocieron que las ideas de Arrio estaban equivocadas y declararon que Jesús era Dios desde el mismo momento de su nacimiento. Para ello, acuñaron un credo, llamado el Credo de Nicea, que decía: “Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado”.


APROPIARSE DE UNA FIESTA AJENA

A pesar de la derrota, Arrio y sus partidarios no se amedrentaron. Convencidos de estar en la verdad continuaron  sembrando sus errores por toda la Iglesia. Y su prédica resultó ser tan eficaz que siguió logrando gran cantidad de adeptos, a tal punto que unos treinta años más tarde en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el Credo propuesto en Nicea. Se habían hecho todos arrianos.

Frente a este panorama el Papa Liberio, que gobernaba por entonces la Iglesia, comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la idea de la divinidad de Cristo, y así contrarrestar las enseñanzas de Arrio, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo de grande.

Pero para ello había que buscarle una fecha definitiva. ¿Y cuál elegir, si no se sabía a ciencia cierta qué día era?

Ante la falta de datos, alguien ( no sabemos exactamente quién) tuvo una idea genial: tomar una fiesta muy popular del folclore romano, llamada “el día del Sol Invicto”. Se trataba de una celebración pagana antiquísima, traída a Roma por el emperador Aureliano desde Oriente en el siglo II, y en la cual se adoraba al Sol como al Dios Invencible.


DERROTA DE LAS TINIEBLAS

¿Cómo había nacido esta fiesta en el Oriente antiguo? Es sabido que en el hemisferio norte, a medida que se va acercando diciembre (es decir, el invierno) se van acortando los días. El sol se vuelve cada vez más débil para disipar el frío. Además, sale siempre más tarde y se pone más temprano. En el cielo se lo ve brillar con menos fuerza y menos tiempo. La oscuridad se prolonga a medida que se aproxima el invierno. Todo hace temer su desaparición. Hasta que llega el 21 de diciembre, el día más corto del año, y la gente con la mentalidad primitiva de aquella época se preguntaba: ¿Desaparecerá el sol? ¿La tiniebla y el frío ganarán la partida? ¡Triste destino nos esperaría en ese caso!

Pero no, a partir del 22 los días lentamente comienzan a alargarse. El sol no ha sido vencido por las tinieblas. Hay esperanzas de que vuelva a brillar con toda su intensidad. Habrá otra vez primavera, y llegará después el verano cargado de frutos de la tierra. El sol es invencible. Jamás las sombras ni la oscuridad podrán apagarlo.

Se imponía el festejo. Y entonces, el 25 de diciembre, después de asegurarse que los días habían vuelto a alargarse, se celebraba el nacimiento del Sol Invicto.


UN SOL POR OTRO “SOL”

Ahora bien, para los cristianos Jesucristo era el verdadero sol. Por dos motivos: en primer lugar porque en la Biblia el profeta Malaquías (3, 20) había anunciado que cuando llegara el final de los tiempos “brillará el Sol de la Justicia, cuyos rayos serán la salvación”. Y como ya entramos en el final de los tiempos, el Sol que brilló no pudo ser otro que Jesucristo. También el evangelio de Lucas dice que “nos visitará una salida de Sol para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (1, 78). Y el libro del Apocalipsis predice que al llegar los nuevos tiempos no habrá necesidad del sol, pues el astro rey será reemplazado por Jesús, el nuevo Sol que nos ilumina desde ahora (21, 23).

Y en segundo lugar porque también hubo un día en que las tinieblas parecieron vencer a Jesús, derrotarlo y matarlo, cuando lo llevaron al sepulcro. Pero Él terminó venciendo a la muerte y con su resurrección se convirtió en invencible. Él era, pues, el verdadero Sol Invicto.

Estos argumentos ayudaron a los cristianos a pensar que el 25 de diciembre no debían seguir celebrando el nacimiento de un ser inanimado, de una simple creatura de Dios, sino mas bien el nacimiento del Redentor, el verdadero Sol que ilumina a todos los hombres del mundo.

De este modo la Iglesia primitiva, con su especial pedagogía, bautizó y cristianizó la fiesta pagana del “Día natal de Jesús”, el Sol de Justicia mucho más radiante que el astro rey. Y así el 25 de diciembre se convirtió en la Navidad cristiana.


PARA ENSEÑAR A CREER

La nueva fiesta del nacimiento de Jesús, pues, surgió en la Iglesia, no tanto para contrarrestar el mito pagano del sol que vence a las tinieblas del invierno, sino a las ideas de Arrio de que Jesús, al nacer, era un hombre común y que solo después Dios lo adoptó con la fuerza de su Espíritu y lo convirtió en otro Dios.

Y gracias a la celebración de la Navidad, la gente fue tomando conciencia de que quien había nacido en Belén no era un niño común, sino un Niño-Dios. Y que desde el mismo instante de su llegada al mundo residía en Él toda la divinidad.

El primer lugar donde se celebró la fiesta de Navidad fue en Roma. Y pronto se fue divulgando por las distintas regiones del Imperio Romano. En el año 360 pasó al norte de África. Después  al norte de Italia en el año 390. A España entró en el 400. Más tarde llegó a Constantinopla, a Siria, a las Galias. En Jerusalén sólo fue recibida hacia el año 430. Y un poco más tarde arribó a Egipto, desde donde se extendió hacia todo el Oriente. Finalmente en el siglo VI fue oficialmente reconocida bajo el emperador Justiniano.

De este modo la fiesta de Navidad se convirtió en un poderosísimo medio para confesar y celebrar la verdadera fe en Jesús, auténtico y verdadero Dios desde el día de su nacimiento.


LA MEJOR FECHA

El 25 de diciembre no nació Jesucristo, es una fecha simbólica. Sin embargo no pudo haberse elegido un día mejor para festejarlo. Y si alguna vez, con los futuros descubrimientos llegara a saberse exactamente qué día nació, no tendría sentido cambiar la fecha. Habrá que seguir celebrando el 25 de diciembre.

Porque lo que se pretendió al fijar ese día, más que evocar un hecho histórico, fue dejar un excelente mensaje.

En efecto, muchas veces cuando miramos a nuestro alrededor parece que las tinieblas nos rodearan por todas partes. Y los problemas, las preocupaciones, los dolores, los fracasos, las enfermedades parecen crecer de tal manera que uno llega a preguntarse: ¿Terminarán ahogándonos? Las injusticias, la miseria,  la corrupción, la mentira, ¿lograrán sobreponerse? ¿Aumentarán tanto que llegará un día en que el mensaje de amor de Cristo desaparecerá? ¿Será vencido Jesús por tanto mal?

El 25 de diciembre es el anuncio de que Jesús es el Sol Invicto. Que jamás será derrotado, aún cuando a veces la vorágine del mundo parece que se lo ha tragado, o que no lo deja actuar.

El 25 de diciembre es el más grande grito de esperanza que tienen los hombres, y que nos recuerda que el amor no es una utopía impracticable destinada al fracaso. Al contrario. Todo lo que se oponga a Jesús, desaparecerá. Porque Él es el verdadero Sol Invicto.

(Fuente: Revista Didascalia, N° 578- Año LVIII. por Ariel Álvarez Valdes)

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