Son como ángeles
Los saduceos no solían tener mucho trato con Jesús. Eran personajes
demasiado importantes, alejados del pueblo, ocupados en conservar su
privilegiada posición social y su poder a toda costa. Los interlocutores y
oponentes habituales de Jesús eran los fariseos, maestros del pueblo, por
tanto, cercanos a él y sinceramente creyentes, aunque su interpretación rígida
y estrecha de la ley los llevaba a condenar a los pecadores y a chocar con la
forma novedosa, abierta y misericordiosa en que Jesús presentaba la relación
con Dios. En los fariseos podía haber ira, desacuerdo, oposición, pero había
también relación e interés por la verdad, hasta el punto de que a veces se
dejaban convencer por Jesús (cf. Mc 12, 32-34). La hipocresía de la que Jesús
les acusa no deja de implicar un reconocimiento de la piedad que “usan” para
mostrarse (recordemos a De la Rochefoucauld, que definía la hipocresía como “el
homenaje que el vicio rinde a la virtud”).
En los saduceos encontramos una actitud distinta, que asoma en el diálogo
del Evangelio de hoy. Su pecado no es la hipocresía, sino el cinismo, que se
ríe abiertamente del bien, lo desafía y, en este caso, mira con desprecio y
suficiencia la fe religiosa del pueblo y su esperanza en la resurrección. Al
abordar a Jesús, usan una técnica similar a la de los fariseos para ponerlo en
apuros: plantear una cuestión legal avalada por la autoridad de Moisés, pero en
una situación de conflicto. Sólo que lo hacen en tales términos que la
conclusión a que da lugar resulta ridícula. Eso es lo que buscan: dejar en
ridículo la fe en la resurrección, que, como sabemos, se define con toda
claridad en Israel en tiempos relativamente tardíos, en la época de los Macabeos
(hacia el siglo II a.C.). La obligación establecida por Moisés a la que aluden,
la ley del levirato (cf. Dt 25, 5-6), tenía por finalidad garantizar la
descendencia del hermano difunto (y la transmisión legal de su herencia), la
única forma de supervivencia aceptada entonces y signo de la bendición de Dios.
El tecnicismo planteado por los saduceos pone bien a las claras que para ellos
la resurrección de los muertos es un absurdo: desde el punto de vista legal
“cuando llegue la resurrección” la mujer pertenecería a todos los hermanos al
tiempo, puesto que ninguno de ellos podía exhibir la descendencia como “título
de propiedad”. La cínica ironía de la pregunta se revela en lo ridículo de la
situación que se crea para aquella mentalidad patriarcal: un harén de hombres
en torno a una única mujer.
Y es que para los saduceos, “que niegan la resurrección”, el único bien
posible se da sólo en este mundo, y ellos se aplicaban con todas sus fuerzas a
su consecución: la riqueza, el éxito social y el poder. La base que les
garantizaba la posesión de estos bienes era la misma ley del levirato, el hecho
de ser descendientes de Sadoc; y, por tanto, para ellos, la descendencia era el
único modo de pervivir tras la muerte: conservar el patronímico –el apellido–,
pero también el patrimonio. En una sociedad religiosa, esos bienes estaban
ligados al culto y al templo de Jerusalén; en un pueblo ocupado, era necesario
además colaborar con el ocupante; a nada de eso le hacían asco los saduceos. Es
claro que, dependiendo de las circunstancias, los saduceos no habrían tenido
empacho en convertirse en funcionarios del partido o en accionistas
mayoritarios de cualquier sociedad anónima. Cuando no existen valores
trascendentes sólo quedan los que cotizan en bolsa. La perspectiva inquietante
de una posible “justicia superior”, que pudiera exigirnos renunciar a los
bienes de que disfrutamos ahora por ascendencia y posición social, se puede y
debe exorcizar desacreditándola convenientemente, por ejemplo, ridiculizándola.
Como vemos, la historia no aporta tantas novedades como a veces creemos.
Pero la respuesta de Jesús está llena de sentido y sabiduría, y pone de
relieve la debilidad interna del cinismo saduceo. En primer lugar, los saduceos
han planteado mal la cuestión, trasladando a la situación de la vida futura las
estructuras e instituciones que sólo tienen sentido en este mundo efímero y
pasajero. “En esta vida, dice Jesús, hombres y mujeres se casan”, y podría
añadir: “tienen hijos, acumulan riquezas, dejan herencias”. Todo eso es
expresión de la limitación propia de este mundo espacio-temporal, que no
podemos trasladar al ámbito de la vida eterna, que no es simplemente una vida
sin fin, sino una vida plena, en la que todo lo bueno se conserva (se salva),
al tiempo que se superan las limitaciones que aquí impiden la plenitud. Eso es
lo que significa: “no se casarán, no pueden morir, son como ángeles, son hijos
de Dios, participan de la resurrección” (que es lo mismo que decir, que
participan de la vida del Resucitado, Jesucristo, Hijo de Dios). No se puede
medir el mundo del más allá (que escapa a todo esfuerzo de imaginación) con los
parámetros del más acá. Al revés, tenemos que medir nuestra vida terrena
(nuestras relaciones, nuestros valores, nuestros comportamientos y elecciones,
etc.) con los criterios de lo alto.
Ahora bien, ¿cómo es esto posible? Que ese mundo del más allá no se pueda
imaginar, no significa que no se pueda pensar y entender a la luz de la fe. Ese
es el sentido de la segunda parte de la respuesta de Jesús. En el episodio de
la zarza (cf. Ex 3, 1-14) Dios se revela a Moisés y le comunica su nombre (“el
que soy”, es decir, el que seré, el que estaré con vosotros, cumpliendo mis
promesas) bajo la forma de un fuego que arde sin destruir: Dios purifica como
el fuego, pero no destruye, no es portador de muerte, sino de vida. Dios se
manifiesta en este mundo, en el que de múltiples formas reina la muerte: la
belleza, la fuerza, la riqueza, todo se revela efímero y pasajero, aquejado por
la relatividad del espacio y el tiempo. Sin embargo, existen realidades que nos
indican que no todo está sometido al poder destructor de la muerte. La
fidelidad, la verdad, la justicia, el amor trascienden la relatividad del
espacio y del tiempo: son como signos sacramentales de la eternidad en el
tiempo. De hecho, nuestra intuición cotidiana nos dice que, aunque sea difícil,
merece la pena y tiene sentido sacrificar bienes inmediatos por estos otros
bienes más elevados, y que es noble y tiene sentido dar la vida por ellos. El
filósofo francés E. Mounier decía que “una persona sólo alcanza su plena
madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida.”
Pero si hay fidelidades y valores que valen más que la vida, es que hay
dimensiones que la trascienden y que podemos conocer; ¿cómo, si no, podríamos
entregarnos a ellas y por ellas dar la vida?
El caso de los Macabeos, en la primera lectura, se convierte hoy para
nosotros en un símbolo de todos aquellos que han estado dispuestos a renunciar
a su vida por un ideal. Encontramos aquí el testimonio de que en las
condiciones relativas de este mundo se hacen presentes valores y exigencias
absolutas que trascienden la vida biológica: la integridad personal es
incomparablemente más que la integridad física, a la que los jóvenes macabeos
renuncian con tal de mantenerse fieles a su fe. Estas exigencias absolutas, por
las que merece la pena dar la propia vida, laten con fuerza incluso en
humanismos ateos que, aun a costa de la propia vida y felicidad individual,
pretenden instaurar variantes del reino de Dios en este mundo, y que no son
sino formas secularizadas del altruismo cristiano. Pero esta generosidad real
es, en el fondo, ilusoria si no existe el bien absoluto e incondicional, pues
significa entregar el único bien relativo de la propia y efímera existencia en
nombre de un bien futuro cuya consecución no está garantizada y que, en el
fondo, ni siquiera existe. Hay que reconocer que, en este sentido, la posición
de los saduceos (de ayer y de hoy) no es nada simpática, pero es más coherente.
En su respuesta, Jesús está diciendo que el Dios eterno y absoluto se ha
hecho presente en la historia de los hombres abriendo nuevos horizontes de
vida. Los abre indirectamente, mediante esos valores “que valen más que la
vida”. Pero también de forma directa, en la Revelación, en Jesús de Nazaret,
que renunciando libremente a su vida por amor nos ha abierto el camino de la
vida plena. Jesús no ironiza, como los saduceos, pero pone de relieve con
seriedad y agudeza lo absurdo de la fe en un Dios que nos condena a la muerte
y, todo lo más, nos conserva en un recuerdo que no va a durar, pues, quitando
unos pocos personajes históricos, “conservados” en las páginas de los libros de
historia y en los nombres del callejero, ¿quién guarda memoria de nadie, poco
más allá de sus abuelos? Y por muy grandilocuentes promesas que hagamos de
“recordar para siempre”, también esa lábil memoria desaparecerá cuando nosotros
mismos seamos pronto olvidados. La única “memoria eterna” que tiene sentido
real es la de permanecer en la mente de Dios, en comunión con Él. El Dios que
se acuerda de Abraham, Isaac y Jacob es el Dios que no los deja tirados en
cualquier esquina de la historia, sino el Dios que tras crear y darles la vida,
los salva y los rescata de la muerte. Jesús, al hacer callar a los saduceos,
fortalece hoy nuestra esperanza. Y, por medio de las palabras de Pablo, nos
hace entender que la esperanza de la que hablamos no es una pasiva espera de un
“mundo futuro”, sino una fuerza para hacer “toda clase de obras buenas” que
hacen presente ya hoy ese futuro de plenitud. Se trata, pues, de una esperanza
que nos anima a entregarnos y a arriesgar por esos valores que valen más que la
vida, que nos enseña que el riesgo de hacer el bien no es hacer el primo, sino
que merece la pena. Todo bien procede de Dios, fuente de la vida. Sacrificar la
vida por el bien es conectar con esa fuente, que por medio de Jesucristo ha
plantado su tienda entre nosotros. En una palabra, podemos empezar a ser ya
desde ahora “como ángeles”, portadores de la buena nueva de Dios, anunciadores
con nuestras buenas obras de la presencia viva entre nosotros del Hijo de Dios,
muerto y resucitado.
(Fuente: ciudadredonda.org)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO