Lo que queda y lo que
pasa
Al final del año
litúrgico y antes de proclamar la definitiva victoria de Jesucristo, Rey del
Universo, la Palabra de Dios nos enfrenta con la dimensión escatológica de
nuestra fe: el problema del fin del mundo. Lucas, igual que los otros
evangelistas, insiste en no dar importancia a la hipotética fecha de ese fin
del mundo, que ni sabemos, ni, al parecer, podemos saber. Subraya, en cambio, la finitud y caducidad de
las realidades de este mundo, y nos invita a fijar nuestra atención en las
dimensiones permanentes y definitivas que ya están operando en nuestra vida, y
hacer la elección correspondiente.
Decía Chesterton que
cuando los hombres son felices crean instituciones. Con su peculiar
perspicacia, hacía notar que los seres humanos tratamos de atrapar, conservar y
prolongar por este medio nuestras experiencias afortunadas, nuestros momentos
de dicha. Es una gran verdad. El problema es que también las instituciones
envejecen y acaban pereciendo. Por ello, el esplendor, la fuerza, la belleza
que adornan ciertos logros del ingenio del hombre, pese a su indudable valor,
están también afectados por la caducidad de todo lo humano. Jesús lo constata
hoy a propósito de la admiración que el lugar más sagrado de Israel suscita en
sus discípulos. La piedra y los exvotos del templo, su esplendor externo, no
están llamados a perdurar, todo está condenado a la destrucción. En esta
profecía de Jesús se refleja muy probablemente la traumática experiencia de la
destrucción del templo de Jerusalén en el año 70. Incluso lo que nos parece más
sagrado y firme está sujeto a la desaparición, por lo que hemos de fijar
nuestra mirada más allá de las apariencias externas, como las piedras y los
exvotos.
Acto seguido Jesús nos
advierte de dos peligros aparejados al trauma de la fugacidad de nuestra
condición temporal. El primero consiste en pensar que las catástrofes naturales
(terremotos, epidemias, etc.) y humanas (guerras y revoluciones) las provoca
Dios para anunciar amenazante el próximo fin del mundo. Jesús en ningún momento
atribuye a la acción de Dios esas desgracias. Más bien hay que entender que
todas ellas son expresión de la limitación propia del mundo: de la limitación
física (los acontecimientos físicos y naturales) y moral (las acciones del
hombre, autor de guerras e injusticias). Unas y otras nos avisan de que no es
posible poner en ellas nuestra fe y nuestra confianza definitiva. Pero esto no
significa que “el final vendrá enseguida”. Es decir, no es posible, en virtud
de un supuesto inminente fin del mundo, desentenderse de los asuntos
cotidianos, como, al parecer, hicieron algunos en las primeras comunidades
cristianas, y a los que amonesta Pablo con severidad con su palabra y con su
propio ejemplo: seguimos sometidos a la ley del trabajo, esto es, de la
responsabilidad y del compromiso con las realidades de la vida diaria, en las
que precisamente tenemos que dar cuenta de nuestra esperanza y testimonio de
nuestra fe.
El segundo peligro o
tentación de que nos advierte Jesús es el de tratar de superar las intrínsecas
limitaciones físicas y morales de nuestro mundo pero dentro de él, instaurando
ya, sea por los puros esfuerzos humanos, sea por ciertas confluencias cósmicas,
el paraíso en la tierra, una nueva era de paz y armonía, en la que se eliminen
o minimicen al máximo todas las causas del sufrimiento humano, y que sería la
única salvación a la que nos sería dado aspirar. Los falsos profetas que tratan
de usurpar el nombre de Jesucristo, que dicen de múltiples modos “soy yo”, “el
momento de la salvación está cerca”, han sido y son legión. Unos lo hacen en
nombre de determinadas ideologías políticas, otros en virtud del progreso
científico, otros, por fin, apelan a los movimientos de los astros que marcan
supuestos años cósmicos (y hay quienes combinan en una macedonia
político-científico-mística todos estos motivos). Pero acomodarse a este mundo
pasajero como si fuera definitivo es una solución tan falsa como lo es
desentenderse del compromiso con la vida cotidiana.
Por decirlo
gráficamente, si los que se inhiben de sus responsabilidades cotidianas y no
trabajan no tienen derecho a comer (y se condenan a morir de hambre), los que
trabajan sólo para comer no podrán por ello escapar de la muerte (el particular
fin del mundo de cada uno) y del sinsentido que lleva consigo.
La destrucción por
causas naturales o humanas no debe infundirnos, sin embargo, miedo, pánico o
desesperación. Las palabras de Jesús son, más bien, una llamada a la confianza:
existen valores y bienes permanentes, que podemos empezar a adquirir ya en esta
vida, que no están sometidos a la fugacidad y limitación de este mundo, y que
encontramos en plenitud precisamente en Jesucristo. Él es el único Señor y
Salvador que, al adquirir la condición humana, se ha sometido ciertamente a las
limitaciones físicas y morales propias de este mundo, y las experimenta en su
cuerpo, hasta el extremo de padecer la injusticia de la muerte en cruz; pero
ahí mismo manifiesta la victoria de la realidad que no pasa, que es el amor y
la voluntad salvífica de Dios: Jesús es el verdadero y definitivo templo que
atraviesa el fuego purificador de la muerte y, al superarla, se convierte en el
sol que ilumina a los que creen en Él. Podemos así hacer la lectura cristiana
del terrible tifón que ha azotado las islas Filipinas: no es un castigo de
Dios, sino una enorme desgracia, expresión de las limitaciones de nuestro
efímero mundo; Cristo está entre las víctimas, sus pequeños hermanos, padeciendo
con y en ellas; en esta situación es posible vivir y realizar los valores del
Reino de Dios que son más fuertes que la muerte, mediante la ayuda fraterna y
solidaria por parte de todos a las víctimas de esta situación.
Para los que viven como
sí sólo existieran los bienes pasajeros de este mundo, y también para los que
viven desentendidos de la responsabilidad que la vida conlleva, los
acontecimientos que expresan la limitación y fugacidad de nuestra condición
mundana (guerras y terremotos) son como un fuego devorador que quema la paja y
consume lo que no está llamado a perdurar: piedras y exvotos, comer y beber.
Para los que están afincados en el Dios Padre de Jesucristo las desgracias
reales que, igual que todo el mundo, pueden padecer (además de guerras y
terremotos, también persecuciones a causa del a fe), no son experimentadas como
“el fin del mundo”, causa de pánico y desesperación, sino como ocasiones de
testimonio de la esperanza en los bienes no perecederos, que se expresan sobre
todo en las obras del amor. Los que eligen los valores permanentes y
definitivos de la verdad, la justicia, el amor y el servicio a sus hermanos,
valores que en Cristo han encontrado su definitiva expresión, también son
probados y purificados en el crisol de ese fuego devorador, pero no son
destruidos por él, pues los ilumina el
sol de justicia que es Cristo. Estos son los que han sabido dar testimonio, sea
en la persecución que a veces se desata contra ellos (por parte de los falsos profetas
del paraíso en la tierra), sea en el compromiso cotidiano y perseverante por
construir en la ciudad terrena las primicias del Reino de Dios.
Ciertamente, cabe que
este testimonio tenga en ocasiones un carácter anónimo: hay quienes han elegido
la vía del servicio sincero a los hermanos, sin saber que es a Cristo al que
están sirviendo (cf. Mt 25, 39-40). Pero para los creyentes ha de ser además un
testimonio explícito, que se expresa en palabras de sabiduría, inspiradas por
Cristo, y que hablan con especial elocuencia en los momentos de persecución.
Aunque no todos los cristianos estamos llamados al martirio (“matarán a algunos
de vosotros”, algo que en estos días se está verificando en varios países del
mundo), todos estamos llamados a la disposición martirial, esto es, a
testimoniar que nuestra fe y nuestra adhesión a Cristo Jesús vale para nosotros
más que todos los bienes que podamos adquirir en este mundo. Este mundo nos
presiona para que nos pleguemos a él, para que nos acomodemos a sus valores (a
sus modas, sus slogans, sus normas de corrección), y lo hace en ocasiones de
manera virulenta: mediante la persecución cruenta; otras veces, de manera
“light”, ridiculizando o desprestigiando la fe, sus valores y sus exigencias.
Ayer como hoy, no hay que tener miedo, sino hacer de todo ello, como nos dice
Jesús, ocasión para anunciar lo que realmente vale, lo que no pasa nunca, al
Único que nos salva del terremoto y de la guerra, del pecado y de la muerte.
(José
María Vegas, cmf)
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