sábado, 16 de noviembre de 2013

Comentario de lecturas del Domingo XXXIII durante el año -Ciclo C-

Lo que queda y lo que pasa

Al final del año litúrgico y antes de proclamar la definitiva victoria de Jesucristo, Rey del Universo, la Palabra de Dios nos enfrenta con la dimensión escatológica de nuestra fe: el problema del fin del mundo. Lucas, igual que los otros evangelistas, insiste en no dar importancia a la hipotética fecha de ese fin del mundo, que ni sabemos, ni, al parecer, podemos saber.  Subraya, en cambio, la finitud y caducidad de las realidades de este mundo, y nos invita a fijar nuestra atención en las dimensiones permanentes y definitivas que ya están operando en nuestra vida, y hacer la elección correspondiente.

Decía Chesterton que cuando los hombres son felices crean instituciones. Con su peculiar perspicacia, hacía notar que los seres humanos tratamos de atrapar, conservar y prolongar por este medio nuestras experiencias afortunadas, nuestros momentos de dicha. Es una gran verdad. El problema es que también las instituciones envejecen y acaban pereciendo. Por ello, el esplendor, la fuerza, la belleza que adornan ciertos logros del ingenio del hombre, pese a su indudable valor, están también afectados por la caducidad de todo lo humano. Jesús lo constata hoy a propósito de la admiración que el lugar más sagrado de Israel suscita en sus discípulos. La piedra y los exvotos del templo, su esplendor externo, no están llamados a perdurar, todo está condenado a la destrucción. En esta profecía de Jesús se refleja muy probablemente la traumática experiencia de la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70. Incluso lo que nos parece más sagrado y firme está sujeto a la desaparición, por lo que hemos de fijar nuestra mirada más allá de las apariencias externas, como las piedras y los exvotos.



Acto seguido Jesús nos advierte de dos peligros aparejados al trauma de la fugacidad de nuestra condición temporal. El primero consiste en pensar que las catástrofes naturales (terremotos, epidemias, etc.) y humanas (guerras y revoluciones) las provoca Dios para anunciar amenazante el próximo fin del mundo. Jesús en ningún momento atribuye a la acción de Dios esas desgracias. Más bien hay que entender que todas ellas son expresión de la limitación propia del mundo: de la limitación física (los acontecimientos físicos y naturales) y moral (las acciones del hombre, autor de guerras e injusticias). Unas y otras nos avisan de que no es posible poner en ellas nuestra fe y nuestra confianza definitiva. Pero esto no significa que “el final vendrá enseguida”. Es decir, no es posible, en virtud de un supuesto inminente fin del mundo, desentenderse de los asuntos cotidianos, como, al parecer, hicieron algunos en las primeras comunidades cristianas, y a los que amonesta Pablo con severidad con su palabra y con su propio ejemplo: seguimos sometidos a la ley del trabajo, esto es, de la responsabilidad y del compromiso con las realidades de la vida diaria, en las que precisamente tenemos que dar cuenta de nuestra esperanza y testimonio de nuestra fe.

El segundo peligro o tentación de que nos advierte Jesús es el de tratar de superar las intrínsecas limitaciones físicas y morales de nuestro mundo pero dentro de él, instaurando ya, sea por los puros esfuerzos humanos, sea por ciertas confluencias cósmicas, el paraíso en la tierra, una nueva era de paz y armonía, en la que se eliminen o minimicen al máximo todas las causas del sufrimiento humano, y que sería la única salvación a la que nos sería dado aspirar. Los falsos profetas que tratan de usurpar el nombre de Jesucristo, que dicen de múltiples modos “soy yo”, “el momento de la salvación está cerca”, han sido y son legión. Unos lo hacen en nombre de determinadas ideologías políticas, otros en virtud del progreso científico, otros, por fin, apelan a los movimientos de los astros que marcan supuestos años cósmicos (y hay quienes combinan en una macedonia político-científico-mística todos estos motivos). Pero acomodarse a este mundo pasajero como si fuera definitivo es una solución tan falsa como lo es desentenderse del compromiso con la vida cotidiana.
Por decirlo gráficamente, si los que se inhiben de sus responsabilidades cotidianas y no trabajan no tienen derecho a comer (y se condenan a morir de hambre), los que trabajan sólo para comer no podrán por ello escapar de la muerte (el particular fin del mundo de cada uno) y del sinsentido que lleva consigo.

La destrucción por causas naturales o humanas no debe infundirnos, sin embargo, miedo, pánico o desesperación. Las palabras de Jesús son, más bien, una llamada a la confianza: existen valores y bienes permanentes, que podemos empezar a adquirir ya en esta vida, que no están sometidos a la fugacidad y limitación de este mundo, y que encontramos en plenitud precisamente en Jesucristo. Él es el único Señor y Salvador que, al adquirir la condición humana, se ha sometido ciertamente a las limitaciones físicas y morales propias de este mundo, y las experimenta en su cuerpo, hasta el extremo de padecer la injusticia de la muerte en cruz; pero ahí mismo manifiesta la victoria de la realidad que no pasa, que es el amor y la voluntad salvífica de Dios: Jesús es el verdadero y definitivo templo que atraviesa el fuego purificador de la muerte y, al superarla, se convierte en el sol que ilumina a los que creen en Él. Podemos así hacer la lectura cristiana del terrible tifón que ha azotado las islas Filipinas: no es un castigo de Dios, sino una enorme desgracia, expresión de las limitaciones de nuestro efímero mundo; Cristo está entre las víctimas, sus pequeños hermanos, padeciendo con y en ellas; en esta situación es posible vivir y realizar los valores del Reino de Dios que son más fuertes que la muerte, mediante la ayuda fraterna y solidaria por parte de todos a las víctimas de esta situación.

Para los que viven como sí sólo existieran los bienes pasajeros de este mundo, y también para los que viven desentendidos de la responsabilidad que la vida conlleva, los acontecimientos que expresan la limitación y fugacidad de nuestra condición mundana (guerras y terremotos) son como un fuego devorador que quema la paja y consume lo que no está llamado a perdurar: piedras y exvotos, comer y beber. Para los que están afincados en el Dios Padre de Jesucristo las desgracias reales que, igual que todo el mundo, pueden padecer (además de guerras y terremotos, también persecuciones a causa del a fe), no son experimentadas como “el fin del mundo”, causa de pánico y desesperación, sino como ocasiones de testimonio de la esperanza en los bienes no perecederos, que se expresan sobre todo en las obras del amor. Los que eligen los valores permanentes y definitivos de la verdad, la justicia, el amor y el servicio a sus hermanos, valores que en Cristo han encontrado su definitiva expresión, también son probados y purificados en el crisol de ese fuego devorador, pero no son destruidos por él, pues los  ilumina el sol de justicia que es Cristo. Estos son los que han sabido dar testimonio, sea en la persecución que a veces se desata contra ellos (por parte de los falsos profetas del paraíso en la tierra), sea en el compromiso cotidiano y perseverante por construir en la ciudad terrena las primicias del Reino de Dios.

Ciertamente, cabe que este testimonio tenga en ocasiones un carácter anónimo: hay quienes han elegido la vía del servicio sincero a los hermanos, sin saber que es a Cristo al que están sirviendo (cf. Mt 25, 39-40). Pero para los creyentes ha de ser además un testimonio explícito, que se expresa en palabras de sabiduría, inspiradas por Cristo, y que hablan con especial elocuencia en los momentos de persecución. Aunque no todos los cristianos estamos llamados al martirio (“matarán a algunos de vosotros”, algo que en estos días se está verificando en varios países del mundo), todos estamos llamados a la disposición martirial, esto es, a testimoniar que nuestra fe y nuestra adhesión a Cristo Jesús vale para nosotros más que todos los bienes que podamos adquirir en este mundo. Este mundo nos presiona para que nos pleguemos a él, para que nos acomodemos a sus valores (a sus modas, sus slogans, sus normas de corrección), y lo hace en ocasiones de manera virulenta: mediante la persecución cruenta; otras veces, de manera “light”, ridiculizando o desprestigiando la fe, sus valores y sus exigencias. Ayer como hoy, no hay que tener miedo, sino hacer de todo ello, como nos dice Jesús, ocasión para anunciar lo que realmente vale, lo que no pasa nunca, al Único que nos salva del terremoto y de la guerra,  del pecado y de la muerte.


(José María Vegas, cmf)

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