domingo, 28 de enero de 2018

Comentario a las lecturas del IV Domingo, Tiempo ordinario (Ciclo B - 2018) de Mons. Silvio Báez, ocd


“Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros:
 ¿qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad ! (Mc 1,27)”

Dt 18,15-20
1 Cor 7, 32-35
Mc 1,21-28

            Una de las experiencias más fascinantes de las que la Biblia da testimonio es el profetismo. Los profetas son hombres de Dios, que surgen sobre todo en las grandes épocas de crisis y de transición de Israel, que saben leer en profundidad los signos de los tiempos y que, gracias a su particular sintonía con Dios, pueden animar la fe del pueblo y anunciar nuevos caminos para el porvenir. La fe cristiana reconoce a los profetas como los grandes hombres del Espíritu y de la Palabra. Cada domingo en la asamblea eucarística, en efecto, proclamamos: “Creo en el Espíritu Santo que habló por los profetas”. Las lecturas bíblicas de este domingo giran en torno al tema del carisma profético: el antiguo Código Deuteronomista delinea la figura del profeta ideal a semejanza de Moisés (primera lectura); Pablo habla como un profeta ofreciendo a la comunidad de Corinto una luz y un sentido nuevos para su comportamiento (segunda lectura); Marcos da testimonio de Jesús, el profeta perfecto en cuanto es la Palabra definitiva de Dios (evangelio).

            La primera lectura (Dt 18,15-20), tomada del llamado Código Deuteronomista (Dt 12,1-26,15), ofrece una especie de definición del profeta: “Pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande” (Dt 18,18). El profeta es el hombre de la Palabra. De su boca brotan las palabras de Dios. Se podría afirmar que la palabra profética surge de la obediencia al mandato de hablar que se recibe de parte de Dios. El profeta no posee ningún distintivo particular, es uno “en medio de sus hermanos” (v. 18), ni tampoco inicia su ministerio a través de alguna ceremonia religiosa como es el caso del rey o del sacerdote. Dios mismo suscita al profeta mediante la comunicación de su Palabra. De esta forma el profeta se convierte
en una instancia de autoridad que está por encima de todas las demá (rey, sacerdote, etc.). Escuchar al profeta es tan normativo como escuchar a Dios: “Al que no escuche las palabras que él diga en mi nombre yo mismo le pediré cuentas” (v. 19). Y el éxito del profeta no está tanto en ser acogido o escuchado por los otros, sino en ser fiel al  Dios que le ha mandado hablar: “El profeta que tenga el atrevimiento de anunciar en mi nombre lo que yo no le haya ordenado decir o hable en nombre de otros dioses, morirá” (Dt 18,20).
            El Profeta “semejante a Moisés” (Dt 18,15), no sólo representa la fisonomía ideal de los profetas y de su ministerio, sino que esta figura llegó a utilizarse para interpretar la persona del Mesías, que era visto no como un rey victorioso ni como un sacerdote, sino como un mensajero de Dios, llamado a proclamar la Palabra y capaz de arriesgar incluso su vida por la Palabra. En el tiempo de Jesús estaba muy difundida esta idea del Mesías como profeta de Dios. Se esperaba el regreso de Elías (Mt 11,4) o de Jeremías (Mt 16,4). Por eso los judíos de Jerusalén enviaron donde Juan Bautista una comisión de sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿eres tú acaso Elías?...  ¿eres tú el profeta que esperamos?” (Jn 1,21).

La segunda lectura (1 Cor 7, 32-35) es un trozo de la catequesis paulina sobre los diferentes estados de vida en los que el cristiano puede vivir plenamente su fe en el Señor. En el v. 23 de este mismo capítulo de la primera carta a los Corintios, Pablo da la clave para interpretar todo su discurso: “Cada cual, hermanos, continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado a la fe”. La fe cristiana no entra en contradicción ni con el matrimonio ni con la virginidad. En Corinto algunos exaltados pretendían presentar la fe como una realidad antisocial alimentada de fanatismo irracional. Para Pablo ningún estado de vida, considerado en sí mismo, se identifica con la perfección, que solamente se alcanza por medio de la caridad. Por eso, así como antes ha valorado el matrimonio (vv. 1-16), ahora exalta el valor de la virginidad, que se fundamenta no en una consideración negativa del cuerpo o del sexo, sino en cuanto supone una donación plena y total de la persona al Reino de Dios y a los hermanos: “el soltero está en situación de preocuparse de las cosas del Señor y de cómo agradar a Dios” (v. 32), mientras “el casado debe preocuparse de las cosas del mundo y de cómo agradar a su esposa, y por tanto esta dividido” (vv. 33-34). El valor de la virginidad o celibato por el Reino no está en el simple dato fisiológico, sino en la donación completa y universal que supone y que permite. El celibato por el Reino es auténtico sólo si es alimentado y expresado a través de un amor sin límites ni preferencias. Por eso es un signo escatológico que revela la condición de la plenitud del Reino, cuando “ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22,30).

            El evangelio (Mc 1,21-28) presenta el inicio del ministerio de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún inmediatamente después de la llamada de los primeros discípulos. Marcos insiste sobre todo en la “calidad” de la palabra de Jesús. Al inicio y al final del texto se subraya la misma temática: “quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad (griego: exousía, literalmente: “desde el ser”)”, y no como los escribas” (v. 22); “todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: ¿qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad (griego: exousía)!” (v. 27). Jesús enseña en la sinagoga. Y precisamente allí, en el lugar ordinario de la proclamación de la palabra de la Ley en Israel, su palabra resuena novedosa y llena de autoridad. La palabra de Jesús es palabra auténtica, que nace de lo íntimo de su corazón y se expresa coherentemente en sus obras. Por eso causa asombro y estupor. Jesús ha dignificado el valor de la palabra, que es auténtica sólo cuando es verdadera y cuando se pronuncia por el bien del hombre. Pero su palabra es sobre todo la palabra profética plena, ya que él es la Palabra definitiva de Dios; su novedad y su autoridad provienen del hecho que él es el Hijo que revela el misterio del Padre y de su Reino. Como afirma Juan en el último versículo del prólogo de su evangelio: “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo único, que es Dios, y que está en el seno del Padre, ha sido la explicación (griego: exegéomai)” (Jn 1,18). Jesús Profeta es el verdadero “exegeta” del Padre.

            Para Marcos Jesús es el Mesías Profeta que habla en forma sorprendente y eficaz. Por eso se narra el episodio del hombre liberado del espíritu inmundo en la sinagoga de Cafarnaún (Mc 1, 23-26). Jesús se impone sobre la realidad del mal que tiene oprimido al hombre. Con su palabra poderosa le devuelve al hombre su dignidad, como en una nueva creación, evocando la palabra poderosa de Yahvéh que al inicio se impone sobre el caos originario dando origen a todo cuanto existe (Gen 1,1-3). La presentación que Marcos hace de Jesús como profeta eficaz, portavoz auténtico de Dios, no agota completamente la cristología del primer evangelio. Para Marcos a Jesús se le reconoce solamente en la cruz. El se revela plenamente como Mesías e Hijo de Dios en el anonadamiento y el abandono de la cruz. Se manifiesta en todo su poder mesiánico en la medida que es el más débil, rechazando la violencia de los hombres y donándose por entero en el amor, hasta el punto de morir como un condenado, pues "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos" (10,45). Por eso Jesús proclama la Palabra y, al mismo tiempo, impone silencio a quienes pretenden revelar su identidad, manipulándola o distorsionándola. Al espíritu inmundo que lo identifica como “el Santo de Dios”, Jesús lo reprende: “¡Cállate!” (v. 25). El auténtico conocimiento de Jesús no brota de la fama de sus milagros ni se fundamenta en hechos extraordinarios, sino que es el fruto de la aceptación humilde del escándalo de la cruz.

Jesús es “el Profeta” que debía venir, “semejante a Moisés” (primera lectura). Es el profeta por excelencia. En su palabra y en sus obras. Con su palabra anuncia el misterio de Dios como “evangelio”, como buena noticia” para los hombres, hablando con la autoridad del Hijo que vive en plena sintonía con el Padre; con sus obras Jesús se revela como el Mesías que libera al hombre de todas sus miserias y esclavitudes, él es el profeta que reconstruye la dignidad original de la persona humana.  El mensaje bíblico de este domingo es doble: por una parte se nos recuerda que la relación del creyente con Jesús es fundamentalmente una relación de “escucha”: para el cristiano vivir es escuchar la palabra de Jesús Profeta y ponerla en práctica; por otra parte, se nos invita a tomar conciencia de la urgencia y la necesidad del carisma profético hoy: el cristiano es profeta por vocación y está llamado con su palabra y sus obras a revelar los caminos de Dios y a condenar todo aquello que se opone al misterio del reino de vida proclamado por Jesús.

Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
(http://www.debarim.it/to4b.htm ) 

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