UN PUEBLO PARA LA VIDA
La Iglesia, “pueblo de la vida para la vida”, como la llama la encíclica Evangelium vitae,(6) en fidelidad a su Señor ama, sirve, defiende, promueve y celebra el don de la vida presente en cada una de las criaturas de Dios, en especial de hombres y mujeres, cualquiera sea su situación social, económica y cultural.
Dice el beato Juan Pablo II en su Carta Christifideles Laici: “para la Iglesia el servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y actúa a través de la creación y transmisión de cultura, que especialmente en nuestros días constituye una de las más graves responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social” (N° 44)
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes definió la cultura como:
“Todos aquellos medios con los que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter al mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres y las instituciones; finalmente, a lo largo del tiempo, expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones, para que sirvan al progreso de muchos, incluso de todo el género humano” (N° 53)
EL EVANGELIO DE LA VIDA
La proclamación del evangelio de la vida, del amor, de la justicia y de la misericordia, actúa en nuestra realidad creando espacios de humanidad, en medio del poder del pecado y del mal, definitivamente derrotados en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Dice Juan Pablo II en su Encíclica Redemptor Hominis (N° 10): “en realidad, ese profundo estupor respecto al valor y la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo.
Este estupor, y al mismo tiempo persuasión y certeza, que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo”.
Como lo señala una de las parábolas del Reino de Dios, el Evangelio, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, actúa de muchas formas. Unas veces de manera explícita y otras de manera escondida y humilde, pero siempre está presente y actuando, aún cuando no tengamos ojos para ver y oídos para oír.
Este es como cuando un hombre echa la semilla en la tierra, y duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo cosecha ella sola: primero tallos, luego espigas, después grano repleto en la espiga cuando la cosecha está a punto, mete en seguida la hoz, porque ha llegado la siega (Mc 4, 26-29)
-A ESPALDAS DE DIOS:
UNA CULTURA DE LA MUERTE
Para el cristiano es una enorme responsabilidad ética aportar para que la cultura contemporánea sea efectivamente un espacio de humanidad.
Que las culturas creadas por los seres humanos no se conviertan en tenazas que lo aprisionen y destruyan, porque de ellas se han eliminado los valores, la ética, lo trascendente: es decir, se ha apartado a Dios.
Cuando se construye un mundo a espaldas de Dios, los valores se trastocan.
Se tergiversan el valor y dignidad de la persona humana, hombre-mujer. Las personas se convierten en objetos y dejan de ser sujetos. Se convierten en medios y dejan de ser fines.
A partir de esto pareciera que todo está permitido y que todo vale. Es el “mercado” quien juzga la compra y venta de todo. La productividad, la eficiencia, la eficacia y la “calidad total” es lo que adquiere precedencia sobre las personas.
El anciano, el enfermo, el niño, el desvalido, el desempleado, el pobre, son por tanto, excluidos y marginados, y con ello aumentan dramáticamente los rostros de los pobres que claman al cielo.
Cuando una sociedad maltrata a los débiles, en función de criterios sólo rentistas y de lucro, se producen los atropellos y violaciones de la dignidad y derechos de las personas que contemplamos en la vida cotidiana de nuestros países.
La sociedad ha caído en la tentación de poner la técnica sobre la ética, las cosas sobre las personas.
El beato Juan Pablo II en su discurso inaugural de Santo Domingo describe lo que son los condicionamientos de la hora presente: “ El mundo no puede sentirse tranquilo y satisfecho ante la situación caótica y desconcertante que se presenta ante nuestros ojos: naciones, sectores de población, familias e individuos
Cada vez más ricos y privilegiados frente a pueblos, familias y multitud de personas sumidas en la pobreza, víctimas del hambre y de las enfermedades, carentes de vivienda digna, de servicios sanitarios, de acceso a la cultura.
Todo ellos es testimonio elocuente de un desorden real y de una injusticia institucionalizada, a la cual se suman a veces, el retraso en tomar medidas necesarias, la pasividad y la imprudencia, cuando lo la transgresión de los principios éticos en el ejercicio de las funciones administrativas, como es el caso de la corrupción.
Ante todo esto se impone un cambio de mentalidad, de comportamiento y de estructuras, en orden a superar el abismo existente entre los países ricos y los países pobres, así como las profundas diferencias existentes entre ciudadanos de un mismo país. En una palabra, hay que hacer valer el nuevo ideal de la solidaridad frente a la caduca voluntad de dominio.
POR UNA CULTURA DE VIDA
Una cultura construida desde los valores del Evangelio, tiene como corazón de sí misma, servir a los hombres y mujeres concretos, únicos caminos que la Iglesia quiere recorrer en cumplimiento de su misión.
El verdadero desarrollo de la humanidad debe ser medido en términos de progresar en humanidad, es decir, de pasar de condiciones menos humanas a condiciones más humanas.
Dijo Pablo VI en Populorum Progressio:
Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo.
Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones.
Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura.
Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz.
Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres (N° 21)
El evangelio presente y actuante en nuestras culturas desde hace más de 500 años debe ayudarnos a que superemos el abismo entre la fe profesada y la vida cotidiana.
Dicen las conclusiones de Santo Domingo: “la incoherencia entre la fe y la vida cotidiana es una de las varias causas que generan pobreza en nuestros países, porque los cristianos no han sabido encontrar en la fe la fuerza necesaria para penetrar los criterios y las decisiones de los sectores responsables del liderazgo ideológico y de la organización de la convivencia social, económica y política de nuestros pueblos (N° 161)
PARA REFLEXIONAR
- ¿En qué espacios de nuestra realidad se da la lucha entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte?
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