Bar 5,1-9: Dios mostrará su esplendor sobre ti
Salmo responsorial 125: El Señor ha estado grande con nosotros y
estamos alegres
Fil 1,4-6. 8-11: Que lleguen al día de Cristo limpios e
irreprochables
Lc 3,1-6: Todos verán la salvación de Dios
El tiempo de adviento es tiempo
de esperanza y de apertura al cambio: cambio de vestido y de nombre (Baruc),
cambio de camino (Isaías). Cambiar, para que todos puedan ver la salvación de
Dios.
En un bello poema Baruc canta con
fe jubilosa la hora en que el Eterno va a cumplir las promesas mesiánicas, va a
crear la nueva Jerusalén, va a dar su salvación. Jerusalén es presentada como
una “Madre” enlutada por sus hijos expatriados. Dios regala a Sión, su esposa,
la salvación como manto regio, le ciñe como diadema la “Gloria” del Eterno. La
Madre desolada que vio partir a sus hijos, esclavos y encadenados, los va a ver
retornar libres y festejados como un rey cuando va a tomar posesión de su
trono. Le da un nombre nuevo simbólico: “Paz de Justicia-Gloria de
Misericordia”; es decir, Ciudad-Paz por la salvación recibida de Dios.
Ciudad-Gloria por el amor misericordioso que le tiene Dios.
Haciéndose eco de los profetas
del destierro, Baruc dice una palabra consoladora a un pueblo que pasa
dificultad: “El Señor se acuerda de ti” (5,5). Ya el segundo Isaías se había
preguntado: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura? pues aunque ella se
olvide, yo no me olvidaré” (Is 49,15). El Dios fiel no se olvida de Jerusalén,
su esposa, que es invitada ahora a despojarse del luto y vestir “las galas
perpetuas de la Gloria que Dios te da” (5,1). Es la salvación que Dios ofrece
para los que ama, de los que se acuerda en su amor.
¿Dónde está nuestro profetismo
cristiano? El profeta no es un adivino, ni alguien que pre-dice los
acontecimientos futuros. El profeta se enfrenta a todo poderío personal y
social, habla desde el “clamor de los pobres” y pretende siempre que haya
justicia. Obviamente le preocupa el futuro del pueblo, la situación sangrante
de los pobres. Los profetas surgen en los momentos de crisis y de cambios para
avizorar una situación nueva, llena de libertad, de justicia, de solidaridad,
de paz.
La misión del profeta cristiano
es cuestionar los “sistemas” contrarios al Espíritu, defender a toda persona
atropellada y a todo pueblo amenazado, alentar esperanzas en situaciones catastróficas
y promover la conversión hacia actitudes solidarias. Tiene experiencia del
pueblo (vive encarnado) y contacto con Dios (es un místico), y de ahí obtiene
la fuerza para su misión. Por medio de los profetas, Dios guía a su pueblo “con
su justicia y su misericordia” (Bar 5,9). El profeta “allana los caminos” a
seguir.
En el evangelio, al llegar la
plenitud de los tiempos, el mismo Dios anuncia la cercanía del Reino por medio
de Juan y asegura con Isaías que “todos verán la salvación de Dios” (Lc 3,6).
Para el Dios que llega con el don de la salvación debemos preparar el camino en
el hoy de nuestra propia historia.
Juan Bautista, profeta precursor
de Jesús, fue hijo de un “mudo” (pueblo en silencio) que renunció al
“sacerdocio” (a los privilegios de la herencia), y de una “estéril” (fruto del
Espíritu). Le “vino la palabra” estando apartado del poder y en el contacto con
la bases, con el pueblo. La palabra siempre llega desde el desierto (donde sólo
hay palabra) y se dirige a los instalados (entre quienes habitan los ídolos)
para desenmascararlos. La palabra profética le costó la vida a Juan. Su deseo
profético es profundo y universal: “todos verán la salvación de Dios”. La
salvación viene en la historia (nuestra historia se hace historia de
salvación), con una condición: la conversión (“preparad el camino del Señor”).
¿Qué debemos hacer para ser todos un poco profetas?
La invitación de Isaías, repetida
por Juan Bautista y corroborada por Baruc, nos invita a entrar en el dinamismo
de la conversión, a ponernos en camino, a cambiar. Cambiar desde dentro,
creciendo en lo fundamental, en el amor para “aquilatar lo mejor” (Flp 1,10).
Con la penetración y sensibilidad del amor escucharemos las exigencias del
Señor que llega y saldremos a su encuentro “llenos de los frutos de justicia”
(1,11).
Esa renovación desde dentro tiene
su manifestación externa porque se “abajan los montes”, se llenan los valles,
se endereza lo torcido y se iguala lo escabroso (Bar 5,7). Se liman asperezas,
se suprimen desigualdades y se acortan distancias para que la salvación llegue
a todos. La humanidad transformada es la humanidad reconciliada e igualada,
integrada en familia de fe: “los hijos reunidos de Oriente a Occidente” (Bar
5,5). Convertirse entonces es ensanchar el corazón y dilatar la esperanza para
hacerla a la medida del mundo, a la medida de Dios. Una humanidad más
igualitaria y respetuosa de la dignidad de todos es el mejor camino para que
Dios llegue trayendo su salvación. A cada uno corresponde examinar qué
renuncias impone el enderezar lo torcido o abajar montes o rellenar valles.
Nuestros caminos deben ser rectificados para que llegue Dios.
Adviento es el tiempo litúrgico
dedicado por antonomasia a la esperanza. Y esperar es ser capaz de cambiar, y
ser capaz de soñar con la Utopía, y de provocarla, aun en aquellas situaciones
en las que parece imposible.
Dejémonos impregnar por la gracia
de este acontecimiento que se nos aproxima, dejemos que estas celebraciones de
la Eucaristía y de la liturgia de estos días nos ayuden a profundizar el
misterio que estamos por celebrar.
Unidos en la esperanza caminamos
juntos al encuentro con Dios. Pero al mismo tiempo, Él camina con nosotros
señalando el camino porque “Dios guiará a Israel entre fiestas, a la luz de su
Gloria, con su justicia y su misericordia” (Bar 5,9).
Para la revisión de vida
Preparen el camino del Señor,
enderecen sus senderos... ¿Qué caminos torcidos hay en mi vida? ¿Qué es lo que
El quiere que yo enderece en mi vida personal? Y, ¿sobre qué caminos torcidos
de la sociedad puedo y debo influir para enderezarlos?
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