Ella no podía dar
la espalda, perderse en las profundidades del infinito y dejar tantos huérfanos
sintiendo nostalgias de la Madre que ganaron de Cristo.
Su misión sobre
la tierra está lejos de haber acabado. Elevada al cielo, continúa presente,
mientras haya aquí abajo un apóstol, un misionero o un cristiano luchando para
construir el Reino de Dios.
Jamás el hombre
podría prescindir de su presencia, como no podría prescindir de la presencia
materna. Porque Él es siempre un eterno niño, en búsqueda de la madurez en la
fe, necesitando de amparo y de afecto.
Por eso, creo en
las manifestaciones de María, que son los signos de su presencia constante en
medio del pueblo cristiano.
Creo en la
asunción de María en cuerpo y alma. No sólo porque la Iglesia me pide que crea,
sino también
porque sé, que no podría ser de otro modo.
La asunción es la
conclusión lógica de la vida de María, como e sla meta final de nuestra pequeña
historia, hecho inevitable de los que viven la fe.
La Asunción:
inyección de esperanza y de alegría. Respuesta de Dios a nuestra fidelidad, a
nuestro sufrir o morir. Pero ¿cuántos son los cristianos que realmente viven y
se alegran en esta fe?
¿Cuántos son
aquellos que en medio de la noche, aún piensan en el amanecer de la eternidad?
¿Cuántos son los que viven en la impaciencia de unirse con Cristo?
La Asunción no es
un sueño, es una promesa para todos. Pero es urgente reavivar esta llama, antes
que ella se apague para siempre.
Aquella que fue
convocada para el cielo nos invita, hoy, a que levantemos la cabeza. Lo más
alto posible. Hasta donde la tentación del mundo se vuelve ridícula. Hasta
donde la esperanza se transforma en certeza.
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