La puerta estrecha y los horizontes amplios
Jesús iba camino de Jerusalén, es decir, camino de su
entrega por amor en la Cruz, y esa suprema lección venía precedida de una
enseñanza itinerante por ciudades y aldeas, que, a tenor de lo que leemos hoy,
estaba abierta a la participación de la gente. Jesús habla, pero también
escucha, enseña, pero también se deja abordar por sus oyentes. La que centra
hoy nuestra atención es una pregunta clásica, una de esas que nunca quedan
contestadas del todo, y que, por eso, reaparece siempre, en cada época y cultura.
Hay una fuerte tendencia a proyectar sobre la pregunta las convicciones y los
prejuicios de cada momento histórico (anticipando así la respuesta). Por
ejemplo, hubo tiempos, no tan lejanos (algunos hasta tal vez los recuerden) en
que se aseguraba que serán pocos los que se salven. Una aguda conciencia del
pecado, que se extiende por doquier, más un cierto rigorismo moral, llevan a la
convicción de que la salvación es un asunto demasiado caro, accesible a pocos:
“Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir
perpetuamente sin bajar a la fosa” (Sal 48, 9-10). Sin embargo, aunque se esté
de acuerdo en que la salvación es algo que el hombre no puede alcanzar por sus
solas fuerzas (“para los hombres es imposible”), sabemos que es un don de Dios,
que Él ofrece sin condiciones: “para Dios todo es posible” (Mt 19, 26). Cuando
se subraya la misericordia de Dios, dejando en penumbra la responsabilidad
humana, se invierte el platillo de la balanza, y se tiende a afirmar que la
salvación es accesible al margen de lo que hagamos o dejemos de hacer, hasta el
extremo de defender la “apocatástasis” (doctrina que enseña que llegará un
tiempo en que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación,
incluidos los demonios y las almas de los réprobos). Tal sucede en nuestros
tiempos, en los que, pese a que muchos han dejado de creer en la salvación, al
perderse también la noción de pecado, existe una fuerte inclinación a desechar
cualquier idea de castigo a causa de una culpa responsable. Entre estas
opiniones extremas, pueden encontrarse posiciones intermedias para todos los
gustos.
¿En cuál de ellas se sitúa Jesús? Llama la atención la
respuesta aparentemente evasiva que da. ¿Es que acaso Jesús no quiere
“mojarse”? En realidad su respuesta es la única realista y posible. No nos
habla de cantidades, sino que nos ofrece una enseñanza sobre el camino de
salvación. No puede decir si son muchos o pocos, porque la salvación es una
realidad abierta, no un destino inexorable prefijado desde la eternidad. Es,
ciertamente, un don de Dios, pero también es algo que, en parte, depende de
nosotros. Pues Dios ofrece la salvación, y la ofrece sin condiciones, pero
nosotros podemos aceptarla o rechazarla, dependiendo de cómo respondamos a esa
oferta gratuita. Dios no impone la salvación, sin que interpela a nuestra
libertad, que puede responsablemente tomar partido. Aquí se pone de relieve el
sentido más profundo y último de la responsabilidad: la capacidad de responder
en un sentido u otro a la llamada de Dios. Y, como Dios nos llama directamente,
por medio de su Palabra, pero también indirectamente, por medio de los valores
y las exigencias de nuestra conciencia, el hombre puede también aceptar o
rechazar la oferta de Dios, directamente por medio de la fe (y el modo de vida
que se deriva de ella), o por medio de una vida acorde con la conciencia, por ejemplo en el servicio a
los pequeños hermanos en los que vive y sufre Jesús (cf. Mt 25, 31-46).
Es notable, a este respecto, que podemos saber con cierta
precisión cuándo se da la aceptación (directa o indirecta) de la oferta de
salvación, pero, en cambio, no podemos saber nunca del todo cuándo tiene lugar
el rechazo: sólo Dios lo sabe, sólo Él ve hasta el fondo el corazón del hombre.
Por eso, la Iglesia, que afirma de algunos que están ya en la gloria, junto a
Dios (cuando los beatifica y canoniza), nunca afirma de nadie que se haya
condenado, ni aún de Judas. Sin embargo, la Iglesia sí defiende la libertad del
hombre y afirma su capacidad de tomar partido a favor y en contra de Dios, por
eso mantiene la posibilidad de la condenación y, en consecuencia, rechaza la
tesis de la apocatástasis.
Jesús nos dice en su respuesta que no es cuestión de muchos
o pocos, sino de cada uno, y que se trata de una cuestión muy seria, que no
debemos tomarnos a la ligera. La alusión a la puerta estrecha hay que
entenderla así. La salvación no es un “estado final” que poco o mucho tiene que
ver con nuestra vida cotidiana, sino que está en relación directa con la
autenticidad de nuestra vida; y la vida, debemos reconocerlo, es un asunto
serio y con el que no hay que jugar. Tomarse en serio la vida, vivirla con
autenticidad, significa estar abierto a la Palabra de Dios, que consuela, pero
también exige (“¡levántate!”, “¡sígueme!”, “¡camina!”), y tratar de vivir de
acuerdo a esa Palabra, siendo fiel, justo, veraz, solidario, dispuesto al
perdón, respondiendo, en suma, con amor al amor de Dios (que eso es la
salvación). Todo esto es algo que comporta ciertas renuncias y dificultades, y
por eso se puede hablar de puerta estrecha. Como dice un autor contemporáneo
(Manfred Lütz, en su estupendo libro Dios. Una breve historia del eterno), “es
cierto que ser moralmente íntegro también representa de vez en cuando una
alegría; pero suele resultar más bien laborioso e ir acompañado de
considerables desventajas para el bienestar personal”. No olvidemos lo que
decíamos al principio: Jesús iba camino de Jerusalén, allí donde él
personalmente iba a pagar el alto precio de la salvación que Dios ofrece a la
humanidad entera.
Naturalmente, a todos nos gustaría una salvación más barata,
a ser posible sin cruz. Pero Jesús nos enseña, no sólo con palabras, sino con
el ejemplo de su propia vida, que esto no es posible, sino que “el Mesías tiene
que padecer, para entrar así en su gloria” (Lc 24, 26). Sin el supremo
sacrificio de la cruz, sin llegar hasta el extremo de la muerte, esa salvación
no tocaría las fibras más profundas de la existencia humana, y no sería una
salvación verdadera y definitiva, del mal, del pecado y de la muerte. Por eso,
no valen aquí las quejas que emitimos con tanta frecuencia sobre nuestros
males, físicos, psicológicos o morales. El autor de la carta a los Hebreos nos
recuerda con otras palabras la exhortación de Jesús a tomar sobre sí la propia
cruz (cf. Mt 16, 24): entender las dificultades y contrariedades de la vida
como formas de corrección, ocasiones de purificación y fortalecimiento
interior. En realidad no es que Dios nos castigue, pero Él, que puede sacar
bien del mal (resurrección de la muerte), nos enseña el bien que podemos
extraer de las inevitables dificultades y contrariedades de la vida: son
ocasiones para descubrir en ellas el rostro sufriente de su Hijo, y unirnos a
él (cf. Col. 1, 24). Aunque nadie puede querer el dolor, pasando por su crisol
con este sentido redentor, nos fortalecemos y curamos.
La Cruz es la puerta estrecha que Jesús ha elegido para
entrar en la nueva Creación. Y el camino que lleva a Jerusalén es el camino
angosto (en el texto paralelo de Mateo 7, 13-14) que lleva a la vida. Pero,
precisamente hablando de esa puerta estrecha, Jesús dice que muchos querrán
entrar por ella y no podrán, y de esa senda empinada afirma que son pocos los
que dan con ella. ¿No avalan estas afirmaciones la tesis de que son pocos los
que se salvan?
La primera lectura, leída a la luz del evangelio, puede
darnos la clave de interpretación de esta espinosa cuestión y de la exigente
respuesta de Cristo. Que hemos de tomarnos esta cuestión en serio (pues nos va
en ella la vida), significa que no hemos de pensar que nos podemos asegurar la
salvación gracias a ciertos signos externos, como la pertenencia a un pueblo o
nación (el pueblo elegido) o a determinada institución. La salvación, que
afecta a la profundidad y autenticidad de la vida de cada uno, no puede
resolverse por la vía étnica, nacional, sociológica o jurídica. Tenemos que
evitar caer en la trampa de pensar que la salvación es cosa de grupos
determinados (como decía aquel chiste de Mingote, “al final, al cielo iremos
los de siempre”), como creían muchos judíos de tiempos de Jesús y como, tal
vez, seguimos pensando algunos cristianos. Podemos conocer “oficialmente” a
Jesús como el Cristo por motivos puramente geográficos o culturales, pero que,
al tiempo, no permitirle entrar en nuestra vida y que la conforme por dentro.
Entendemos ahora que la puerta estrecha no nos abre a un
horizonte igualmente estrecho y de cortos vuelos. Lo que cuesta, a veces
lágrimas, a veces sangre, tiene un valor superior. Y la senda empinada nos
conduce a cimas, en las que disfrutamos de perspectivas amplias y paisajes
impensables desde la placidez del valle. Así, la puerta estrecha se abre a
horizontes que superan toda frontera, y en los que la salvación está abierta y
ofrecida a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones sin
excepción. Pero esto significa que por esa puerta nuestro mismo corazón se abre
y ensancha a la medida de toda la humanidad, a la medida del corazón del mismo
Dios, que ha tomado carne en Jesucristo, y que no conoce fronteras. Dios quiere
realmente que todos los hombres se salven y alcancen el conocimiento de la
verdad (1 Tim 2, 4). Y nosotros, esforzándonos por entrar por la puerta
estrecha, estamos contribuyendo a propagar esa apertura de espíritu, ese
horizonte amplio en que, superando tal vez con dificultad nuestras propias
cerrazones, descubrimos que todas las gentes de todos los países son nuestros
hermanos, todos llamados a participar en esa salvación que consiste en la
filiación divina que Cristo ha venido a traernos y nos ha regalado por su
muerte y resurrección.
(Fuente: José María Vegas, cmf, ciudadredonda.org)
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