"Si quieres puedes purificarme" |
Idea principal: La peor lepra en
nuestra vida es la lepra del pecado que carcome nuestra alma, nos aparta de
Dios, nos margina de los hombres y mata nuestras más nobles aspiraciones.
Síntesis del mensaje: Si no hubiera venido
Cristo, todos seguiríamos leprosos. Y con la lepra la maldición. Y
con la maldición, la condenación. Pero Cristo nos curó y nos cura mediante los
sacramentos que realizan lo que significan. Y con Cristo, la salvación.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, en el tiempo bíblico la lepra –parece
que llamaban así prácticamente a todas las enfermedades de la piel- era la
enfermedad más temida y la que más reacción contraria producía. Causaba
desfiguraciones y mutilaciones repulsivas. El Levítico por higiene y también
porque atribuían este mal a los pecados de la persona, prescribía una
marginación realmente dura. En tiempos de Jesús, al leproso se le echaba de
casa a la calle, de la ciudad al campo y de la sociedad al
sepulcro. Se le
obligaba por ley a andar andrajoso y greñudo, alertar a gritos a los
transeúntes y a morar en los sepulcros vacíos. Y todo porque era un enfermo de
alto riesgo, que contagiaba al que tocaba, y un impuro legal sin derechos a la
comunidad de culto, porque volvía impuro todo lo que tocaba. Un gran cristiano
de nuestro tiempo, Raúl Follereau, luchó titánicamente por su erradicación, y
aún ahora la Fundación Anesvad insiste incansable en concienciarnos sobre ella.
Héroe indiscutible de esta enfermedad fue el Beato Damián, de Molokai,
misionero contagiado de lepra cuidando a los leprosos. El bacilo de la lepra,
conocido por el nombre de su descubridor, "Hansen", no ha sido
descubierto hasta 1874. Pero ha sido una monja francesa, Sor María Zuzanne, la
que encontró el suero eficaz para combatirlo, que lleva el nombre de su descubridora,
"Microbacterium Marianum". Hoy la lepra está más controlada. Pero
tiene como compañía otros males parecidos, como el sida, que invade grandes
regiones del mundo.
En segundo lugar, en la Edad Media, el
sacerdote se colgaba la estola al cuello, empuñaba el crucifijo en alto, metía
al leproso en el templo y le celebraba el oficio de difuntos. Entonces los
arquitectos de templos y catedrales dejaban unos orificios en las paredes, las
mirillas de los leprosos, para que éstos pudieran asistir a la misa sin entrar
en la iglesia. Luego, terminando la misa, se lo recluía en los lazaretos,
hospitales inmundos donde pudieran tranquilamente morirse de asco. Y en la Edad
Posmoderna, que es la nuestra, ¿qué hacemos con los leprosos de ayer que son
los contagiados de sida hoy? El sida se contagia sólo de sangre a sangre: por
las relaciones sexuales, por las trasfusiones, por las agujas de drogadictos
contagiados y por la gestación de la madre al hijo. El sida comenzó sus
andanzas por las naciones en 1981. En 1987 teníamos 5 millones de sidatas en el
mundo; al año siguiente ya eran 10 millones. ¿Y hoy? Tenebroso y escalofriante.
El sida es la peste negra al día, la que en 1384 vació los conventos de
Marseille y Carcassone, diezmó a Europa, destruyó dos generaciones y dejó por
terminar las torres de las catedrales de Colonia y Estrasburgo. El enfermo de
sida de hoy es el leproso de ayer.
Finalmente, la peor lepra es
la del pecado. Necesitamos que Cristo nos toque. Jesús ha tocado al leproso,
que hacía muchos años que no había experimentado ni un solo contacto, desde que
su madre le acariciaba cuando era niño. Ahora está sintiendo el cálido afecto
del tacto de la mano todo bondad y ternura de Jesús, mientras toda una oleada
de vida electrizó todo su cuerpo. Y se han cambiado los papeles: el leproso ha
quedado limpio y Jesús, según la ley del Levítico, impuro: "El que toca al
impuro queda contaminado, porque el impuro le transmite su impureza"(1,5).
San Pablo relaciona la lepra con el pecado, y nos lo dice así: "Al
que no conoció pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que seamos
justicia de Dios en El" (2 Cor 5, 21). Sí, la peor lepra es la
del pecado. Lepra de mente, cuando pensamos cosas indignas. Lepra de los ojos,
cuando miramos lo que no debemos. Lepra del corazón, cuando odiamos y deseamos
el mal, o la mujer o el varón que no nos corresponde. Lepra de las manos,
cuando nos peleamos o cuando no compartimos. Lepra de los pies, cuando
transitamos por lugares tenebrosos. Y con esta lepra del pecado vienen todas
las consecuencias: nos apartamos de Dios, nos alejamos de los hombres, matamos
nuestra alma, y los demás males del mundo. ¿Y por qué Dios no manda de nuevo el
Diluvio (Gn 6) o hace caer fuego sobre las nuevas Sodomas y Gomorras (Gn 19)?
Tanto ama el Padre al mundo que hace a su Hijo leproso, para que los hombres
sientan la calidez y la ternura de Dios en sus carnes.
Para reflexionar: ¿Qué lepra invade mi vida? ¿A qué
espero para acercarme a Cristo para gritarle que me cure en la confesión? ¿Por
qué no ayudo a otros hermanos leprosos para que se acerquen a Cristo?
Para rezar: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme. Y
si me curas, se lo contaré a todos los que me rodean, tenlo por seguro, Señor.
Autor: P. Antonio
Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en
el seminario diocesano Maria
Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil).
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