Cumplo con mi deber, obedeciendo los preceptos de Cristo,
que dice: Estudien las Escrituras, y también: Busquen, y encontrarán, para que
no tenga que decirme, como a los judíos: Están muy equivocados, porque no
comprenden las Escrituras ni el poder de Dios. Pues, si, como dice el apóstol
Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce
las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que
ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.
Por esto, quiero imitar al padre de familia que del arca va
sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa que dice en el Cantar de los
cantares: He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo antiguo; y, así,
expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al profeta, sino
también al evangelista y apóstol. Él, en efecto, refiriéndose a sí mismo y a
los demás evangelistas, dice: ¡Qué hermosos son los pies del mensajero que
anuncia la paz, que trae la Buena Nueva! Y Dios le habla como a un apóstol,
cuando dice: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá a ese pueblo? Y él responde: Aquí
estoy, mándame.
Nadie piense que yo quiero resumir en pocas palabras el
contenido de este libro, ya que él abarca
todos los misterios del Señor:
predice, en efecto, al Emmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y
signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los
muertos, y será el Salvador de todos los hombres.
¿Para qué voy a hablar de física, de ética, de lógica? Este
libro es como un compendio de todas las Escrituras y encierra en sí cuanto es
capaz de pronunciar la lengua humana y sentir el hombre mortal. El mismo libro
contiene unas palabras que atestiguan su carácter misterioso y profundo:
Cualquier visión se les volverá –dice– como el texto de un libro sellado: se lo
dan a uno que sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto». Y él responde: «No
puedo, porque está sellado». Y se lo dan a uno que no sabe leer, diciéndole:
«Por favor, lee esto». Y el responde: «No sé leer».
Y, si a alguno le parece débil esta argumentación, que oiga
lo que dice el Apóstol: De los profetas, que prediquen dos o tres, los demás
den su opinión. Pero en caso que otro, mientras está sentado, recibiera una revelación,
que se calle el de antes. ¿Qué razón tienen los profetas para silenciar su
boca, para callar o hablar, si el Espíritu es quien habla por boca de ellos?
Por consiguiente, si recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que
comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido. Lo que llegaba a oídos de
los profetas no era el sonido de una voz material, sino que era Dios quien
hablaba en su interior como dice uno de ellos: El ángel que hablaba en mí, y
también: Que clama en nuestros corazones: «¡Abbá! (Padre)», y a sí mismo: Voy a
escuchar lo que dice el Señor.
(Del prólogo al comentario de san Jerónimo sobre el libro
del profeta Isaías, Nums. 1.2)
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