El Sínodo de los Jóvenes ha
tenido como uno de sus temas principales el discernimiento. El discernimiento
es una dinámica espiritual en que cada persona o comunidad buscan descubrir y
aceptar la voluntad de Dios. Este camino de ir reproduciendo en la propia vida
el “Hágase” de María, implica hacer pequeños discernimientos: cotidianos,
sencillos, simples, pero donde se nos juega la vida.
Este cuento de Mamerto Menapace
nos invita a mirar lo bueno y lo no tan bueno que crece en nuestras vidas a la
par y que en este camino no vamos solos, el buen Dios, Dueño del campo y de nuestro
corazón, siempre va con nosotros.
Sorgo y chamico
El sorgo estaba chico. Tal vez a
no más de una cuarta de altura. Y el verano había exagerado la sequía con
varios días de viento norte.
A la hora de la siesta era casi
preferible no mirar el sorgal. Su aspecto era más vale desalentados. Chamuscado
como estaba por el calor y el viento norte, el pequeño sorgal mostraba el
sufrimiento de la sequía.
Sólo el chamico parecía gozar de
privilegio. Aunque mirado bien y de cerca, también él mostraba los efectos de
la sequía. Lo malo era que había mucho chamico. Y para el sorguito eso
representaba un
doble peligro.
Un peligro presente, ya que el
chamico - nacido antes que el sorgo - lo aventajaba en vigor y le quitaba gran
parte de la poca humedad que tenía esa tierra resecada por el sol del verano
que empezaba recién. Y además era un peligro futuro. Sorgo y chamico
semillarían juntos. Y juntos terminarían en los silos, y juntos pasarían a la
molida. Y dicen que la semilla de chamico es venenosa. Que hace abortar a las
preñadas. Y era una pena que el fruto de ese sorgal destinado a alimentar a los
demás, estuviera envenenado por el fruto abortivo del chamico.
Había que tomar una decisión. Me
llamaron para que viera el sorgal. A esa hora el sol ya apretaba, y el viento
norte se dejaba sentir.
¡Me dio pena el sorgo! Había algo
de tristeza en sus hojas, un cierto cansancio y ganas de no seguir aguantando
más. El chamico aparecía potente, con sus hojas anchas y redondas, junto a las
hojas afiladas de las plantitas del sorgal.
Una solución parecía imponerse.
La de los manuales. Una fumigación con herbicida, si fuera posible esa misma
tarde. Fumigación aérea era, o parecía ser, lo más seguro, lo más rápido. Al no
estar todavía protegido por el sorgo, el chamico presentaba toda su superficie
a la fumigación y el efecto del herbicida ofrecía la seguridad de realizarse
sobre la maleza. Tomándolo de tardecita, con viento quieto y algo de rocío, el
herbicida quedaría sobre las hojas. A la mañana siguiente, con el apretar del
sol, el castigo del veneno actuaría con todos sus efectos.
Sí. Todo eso estaba bien,
pensando en la manera de frenar o eliminar el chamico. Pero ¿y el sorguito?
Estaba el sorguito justo en ese
momento de su crecimiento en que abiertas sus hojas, ofrece el follaje al aire
y a la luz mostrando su cogollo central, esa zona donde se genera la vida. El
herbicida entraría también allí y seguramente haría su efecto.
Era un pésimo momento para
fumigarlo. Ni demasiado chico, ni demasiado grande. Y además sufrido por la
dura experiencia de una sequía que lo venía maltratando casi desde su madrugar.
El peligro estaba en que el
sorguito no aguantaría la sacudida de la fumigación. Tal vez terminara por
secarse definitivamente. Y aunque quizá no se llegara a eso, era seguro que el
tratamiento frenaría su desarrollo y que el rinde del sorgal perdería un gran
porcentaje en el momento de la desgranada.
La decisión, ustedes comprenderán,
no podía tomarla basándome en la bronca al chamico. Tenía que tomarla por amor
al sorgal. En definitiva, ustedes estarán de acuerdo: lo que importaba en aquel
campo no era la no existencia del chamico, sino la abundancia del sorgo.
Y el sorgo aquel aquella tarde no
se fumigó. Tal vez no fuera una decisión de ingeniero; era simplemente un
manejo de chacarero. De hombre con amor por su campo.
Pero pienso que hubo también
detrás otro motivo. Aquel viento norte no podía durar eternamente. Los años pasados
en el campo me decían que todo viento norte carga agua, y que al final explota
en una tormenta que casi siempre termina en lluvia.
Había que tener fe en el cielo,
que era quien podía mandarnos la lluvia.
Luego de la tormenta, y con el
campo regado por ese llanto de las nubes, era probable que se pudieran tomar
pequeñas decisiones para acompañar el crecimiento. Tal vez entrar a azada, o
aporcar los surcos. Tal vez una fumigación terrestre.
En todo caso cosas que exigirían
más tiempo, más dedicación, y bastante más esfuerzo. Cosas de las que sólo es
capaz un chacarero. Porque él se queda comprometido con el campo. Mientras que
el ingeniero prefiere las soluciones rápidas, ya que luego de tomadas, se va y
tal vez sólo vuelve para la cosecha.
Para él el resultado se convierte
en dato. Para el chacarero, en grano.
A veces pienso que en mi vida he
tenido dos grandes suertes.
La primera es haber nacido en el
campo y con eso haber conseguido un profundo cariño por la tierra y los
sembrados. Como a mi tata le faltaba una pierna, siempre lo tuvimos en casa y
de chiquitos nos hablaba y nos contaba muchas cosas cuando trabajábamos al lado
suyo. Mi tata fue un gran hombre.
La segunda suerte que tuve fue
que el primer ingeniero con el que me inicié era también un gran hombre.
Recorriendo los sembrados, muchas veces me hablaba de sus hijos, de la
cooperativa que organizaba en su barrio, y de su amor por los hombres. Fue un
gran ingeniero: tenía corazón de chacarero.
(P. Mamerto Menapace)
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