Queridos hermanos:
Estos últimos domingos están siendo monotemáticos, hace
dos se nos hablaba de la fe, el pasado de el agradecimiento y en este de la
oración. “Para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin
desanimarse, les propuso esta parábola”, Lucas, nos habla de la necesidad de
orar constantemente y del poder de la oración. Hay que orar, por muy difícil
que sea la situación de nuestro presente, el de la Iglesia o la sociedad, orar
aunque sea en sequedad y no sintamos escuchadas nuestras suplicas o peticiones.
La parábola es bastante clara: “Había un juez en una
ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, un juez injusto,
teniendo en cuenta que los juicios y las leyes estaban basadas en las normas
religiosas y se supone que estas, estaban para favorecer a los hombres y
defender a los más necesitados. “En la misma ciudad había una viuda que solía
ir a decirle: Hazme justicia frente a mi
adversario”, las viudas en toda la
Biblia son presentadas como indefensas y expuestas a todo tipo de abusos
legales y judiciales.
Lo que parece increíble es lo que el juez dice: “Aunque
ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando,
le haré justicia” y sobre todo la razón que da: “No vaya a acabar pegándome en
la cara”. Es del todo improbable que un juez de esta calaña tenga miedo, que
una pobre viuda acabe pegándole, lo cual aumentaría su imposibilidad de hacerle
justicia o conllevaría una condena. Con esta exageración, el texto parece
decirnos que la oración de súplica supera todo lo imaginable y efectivamente,
la petición de la viuda termina siendo escuchada.
Pues, “Fijaos en lo que dice el Juez injusto”, si no se
resiste a la suplica insistente, cuanto más Dios, que por definición es Padre
bondadoso y justo: “¿No hará justicia a sus elegidos que le gritan día y
noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. El
planteamiento en definitiva es si confiamos en Dios, si en las situaciones
difíciles que tenemos en la vida, seguimos fiándonos y orando, aunque no
apreciemos de cerca una solución .De esto nos habla la primera lectura del
Éxodo, el pueblo se la juega en la batalla y Moisés continua orando durante
todo el día, persevera aunque tengan que sujetarle las manos. Esta debe ser
nuestra experiencia orante.
Los viejos interrogantes siguen presentes: ¿se puede orar
en medio de la guerra de Siria, en medio de la catástrofe que se ceba otra vez
con Haití, cuándo muere alguien cercano a nosotros…? Dios hace justicia sin
tardar, la oración es confiarse, por eso, es tan necesaria como la respiración
que nos permite seguir viviendo en los momentos que parece que no hay salida,
orar es ponerse en manos de Dios. Como dice San Pablo a Timoteo, debemos orar a
tiempo y a destiempo y se nos exhorta a la paciencia para que nadie se pierda.
La última frase del texto, no es una frase retórica:
“Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” Es
fácil desistir y no ser constantes, bajar los brazos, cuando somos atrapados
por la marcha y prisas cotidianas del trabajo, la familia, el ocio, y nos falta
siempre tiempo para las relaciones gratuitas, para estar delante de Dios. Si no
tenemos momentos para estar con el Maestro, ¿cómo se mantendrá la fe?, si cunde
el desanimo y no creemos que Dios puede hacerlo todo nuevo, ¿dónde queda la
esperanza?
Es verdad que tarda, pero en la resistencia, en el
fiarnos constantemente de Él, está la clave. Podemos decir con el salmo responsorial:
“El auxilio me viene del Señor, no permitirá que resbale tu pie, tu guardián no
duerme, te guarda a su sombra, está a tu derecha, de día el sol no te hará
daño, ni la luna de noche, te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor
guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre”. Este es el reto que marca
la trayectoria de los orantes de todos los tiempos, ser fieles.
(Autor: Julio César
Rioja, cmf)
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