TODOS LOS SANTOS...
QUE ESTÁN EN EL CIELO
Los santos que
la liturgia celebra en esta solemnidad no son sólo aquellos canonizados por la
Iglesia y que se mencionan en nuestros calendarios. Son todos los salvados que
forman la Jerusalén celeste. Hablando de los santos, San Bernardo decía: «No
seamos perezosos en imitar a quienes estamos felices de celebrar». Es por lo
tanto la ocasión ideal para reflexionar en la «llamada universal de todos los
cristianos a la santidad».
Lo primero que
hay que hacer, cuando se habla de santidad, es liberar esta palabra del miedo
que inspira, debido a ciertas representaciones equivocadas que nos hemos hecho
de ella. La santidad puede comportar fenómenos extraordinarios, pero no se
identifica con ellos. Si todos están llamados a la santidad es porque,
entendida adecuadamente, está al alcance de todos, forma parte de la normalidad
de la vida cristiana.
Dios es el
«único santo» y «la fuente de toda santidad». Cuando uno se aproxima a ver cómo
entra el hombre en la esfera de la santidad de Dios y qué significa ser santo,
aparece inmediatamente la preponderancia, en el Antiguo Testamento, de la idea
ritualista. Los medios de la santidad de Dios son objetos, lugares, ritos,
prescripciones. Se escuchan, es verdad, especialmente en los profetas y en los
salmos, voces diferentes, exquisitamente morales, pero son voces que permanecen
aisladas. Todavía en tiempos de Jesús prevalecía entre los fariseos la idea de
que la santidad y la justicia consisten en la pureza ritual y en la observancia
escrupulosa de la Ley.
Al pasar al
Nuevo Testamento asistimos a cambios profundos. La santidad no reside en las
manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se
resume en la caridad. Los mediadores de la santidad de Dios ya no son lugares
(el templo de Jerusalén o el monte de las Bienaventuranzas), ritos, objetos y
leyes, sino una persona, Jesucristo. En Jesucristo está la santidad misma de
Dios que nos llega en persona, no en una lejana reverberación suya. Él es «el
Santo de Dios» (Jn 6, 69)
De dos maneras
entramos en contacto con la santidad de Cristo y ésta se comunica a nosotros:
por apropiación y por imitación. La santidad es ante todo
don, gracia. Ya que
pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiendo sido «comprados a
gran precio», de ello se sigue que, inversamente, la santidad de Cristo nos pertenece
más que nuestra propia santidad. Es éste el aletazo en la vida espiritual.
Pablo nos enseña
cómo se da este «golpe de audacia» cuando declara solemnemente que no quiere
ser hallado con una justicia suya, o santidad, derivada de la observancia de la
ley, sino únicamente con aquella que deriva de la fe en Cristo (Flp 3,5-10).
Cristo, dice, se ha hecho para nosotros «justicia, santificación y redención»
(1 Co 1,30). «Para nosotros»: por lo tanto, podemos reclamar su santidad como
nuestra a todos los efectos.
Junto a este
medio fundamental de la fe y de los sacramentos, debe encontrar también lugar
la imitación, esto es, el esfuerzo personal y las buenas obras. No como medio
desgajado y diferente, sino como el único medio adecuado para manifestar la fe,
traduciéndola en acto. Cuando Pablo escribe: «Esta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación», está claro que entiende precisamente esta santidad que
es fruto del compromiso personal. Añade, de hecho, como para explicar en qué
consiste la santificación de la que está hablando: «que os alejéis de la
fornicación, que cada uno sepa poseer su cuerpo con santidad y honor» (1 Ts 4,
3-9).
« No hay sino
una tristeza: la de no ser santos», decía Léon Bloy, y tenía razón la Madre
Teresa cuando, a un periodista que le preguntó a quemarropa qué se sentía al
ser aclamada santa por todo el mundo, le respondió: «La santidad no es un lujo,
es una necesidad».
P. Raniero Cantalamessa
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