1. “Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra,
todo será destruido”
El Templo de Jerusalén, situado sobre la roca del monte
Moriah, a donde según la tradición hebrea unos 18 siglos antes Abraham había
ido para ofrecerle a Dios a su hijo Isaac, y en lugar de éste le había
sacrificado un cordero, era para los judíos contemporáneos de Jesús el lugar
más sagrado de la tierra porque guardaba el Arca de la Alianza con el texto de
la Ley que 6 siglos después de Abraham había recibido Moisés del Señor.
Su primera edificación, llevada a cabo por el rey israelita
Salomón en el año 960 a.C., había sido destruida en el 587 bajo el imperio
babilónico de Nabucodonosor. La segunda, en el mismo lugar pero más modesta,
había sido iniciada en el año 535 con el permiso de Ciro, rey de Persia, por el
gobernante judío Zorobabel, luego de regresar los hebreos del cautiverio en
Babilonia, y completada en el 515 durante el reinado del también soberano persa
Darío I. En el 167 a.C. el segundo Templo había sido profanado por el monarca
seléucida Antíoco IV Epífanes, que ofreció sacrificios a Zeus
Olímpico en el
altar de los holocaustos de Yahvé, y luego había sido arrasado por los romanos
en tiempos de Julio César y Pompeyo, el año 63 a.C. Reconstruido posteriormente
por el rey idumeo Herodes el Grande entre los años 20 y 10 A.C., sería
incendiado, en el año 70 de la era cristiana, por el ejército romano al mando
de Tito -luego designado emperador-, quedando en pie sólo el llamado Muro de
las Lamentaciones.
Lo que Jesús enseña al anunciar que del Templo de Jerusalén
no quedará piedra sobre piedra, es que todas las cosas de este mundo, incluso
las que consideramos más sagradas, son transitorias. Y el anuncio de que
llegará un día en el que todo será destruido, se relaciona con lo que los
profetas del Antiguo Testamento llaman el Día del Señor, que constituye un
motivo de temor para quienes no viven de acuerdo con la Ley de Dios, pero una
promesa para quienes la practican.
La primera lectura bíblica de este domingo (Malaquías 3,
19-20), nos presenta el oráculo de un profeta que predicó en la época de la
reconstrucción del Templo de Jerusalén después del regreso de los judíos de
Babilonia, o sea cuando se estaba llevando a cabo la segunda edificación. Su
mensaje central es la promesa de un culto puro y universal a Dios y el anuncio
del Día del Señor como el momento decisivo en el que triunfará la justicia de
quienes obran el bien sobre la iniquidad de quienes hacen el mal.
2. “Les echarán mano a ustedes, los perseguirán a causa de
mi nombre”
Cuando los primeros cristianos empezaron a ser perseguidos
por no postrarse ante los ídolos ni adorar al emperador romano, recordaron esta
predicción de Jesús, que corresponde a una de las “bienaventuranzas” que Él
mismo había proclamado al iniciar su predicación: Dichosos ustedes cuando la
gente los odie, cuando los expulsen, cuando los insulten y cuando desprecien su
nombre como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alégrense mucho, llénense
de gozo en ese día, porque ustedes recibirán un gran premio en el cielo; pues
también así maltrataron los antepasados de esa gente a los profetas (Lucas 6,
22-23).
Las persecuciones fueron reconocidas desde entonces como
ocasiones de dar testimonio de Cristo mediante el martirio, palabra que
proviene del griego y precisamente significa testimonio. Sus primeros
discípulos experimentaron lo que Él ya había anunciado que les sucedería por
ser sus seguidores. A este respecto es significativa la exhortación de Jesús,
no sólo a sus discípulos de aquel tiempo sino también a todos los que
posteriormente íbamos a creer en Él, a confiar en su poder de salvación y
perseverar en la fe, a pesar de las incomprensiones y odios que padezcamos por
seguir sus enseñanzas.
3. “El que no trabaja, que no coma”
Por otra parte, al invitarnos la Palabra del Señor en este
domingo a reflexionar sobre nuestro destino definitivo, es importante que
fijemos nuestra atención en el texto de la segunda lectura. Los cristianos de
la ciudad griega de Tesalónica, a quienes se dirige el apóstol San Pablo (2
Tesalonicenses 3, 7-12), tenían la tentación de la inactividad al creer
inminentes el fin del mundo y la venida gloriosa del Señor. Entonces Pablo los
exhorta a trabajar con una frase proverbial: “el que no trabaja, que no coma”.
Este es un mensaje que podemos aplicar hoy a quienes
aguardan pasivamente que todo les llegue sin poner nada de su parte, sin el
esfuerzo que implica la esperanza activa en un mundo mejor. En el contexto
actual, la exhortación del apóstol constituye el desafío de oponerse a dos
mentalidades: la del culto al éxito mágico y la del pesimismo paralizador.
Dispongámonos por tanto a trabajar, cumpliendo diligentemente con nuestro deber
como seguidores de Jesús y preparándonos así para que el Día del Señor, que es
el paso de cada cual a la eternidad, no nos sorprenda desprevenidos.-
(Autor: Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J. – Colombia)
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