(Autor: Monseñor
Pedro María Casaldáliga)
¡Los cipreses también creen en ti...
Todos los muertos caen buscando tu mirada.
¿No te han citado todos, muchas veces, para esa hora
oscura?
Todos los huesos crecen, reclamados, hacia el abril
temprano de tu carne gloriosa,
¡humana vencedora de la Muerte,
poyo de los que llegan agotados del día!
Si esperas tú a la entrada de la Muerte
-igual que en Nazaret anochecido, cuando volvía el Hijo
del trabajo-
morir ya no es hundirse de bruces en las sombras
o desplomarse, solo, en los filos de la supuesta Ira:
¡desde tus brazos hay un paso apenas hasta el cuello del
Padre!
Morir bajo tu nombre es encontrar, de pronto,
detrás de las cortinas, la Fiesta preparada...
(Por la plata mugrienta de tu nombre sobre la piedra fría
de un latido
parado en el segundo de llamarte,
yo sé que más de un pródigo se ha colado en la Fiesta).
Detrás de ti la vida se abre paso por entre los
sepulcros,
como por los pasillos de casa acostumbrados,
con una luz a mano en cada esquina.
La Muerte se ha vestido de tu aroma después de haberte
hallado.
Tú dejabas, al irte detrás del Renacido,
-como una estrella viva para aclarar la tarde
sobre el opaco monte de este lado del Tiempo-
esa mirada blanda que buscan, cuando caen, los muertos
redimidos.
Y aunque moriste, como el sol, intacta, vestida de
promesas,
cogida de las sienes por las manos de Dios, y con su boca
cortándote el aliento de la boca encendida,
¡tú sabes qué es morir al modo humano!
Habías muerto antes, muchas veces, a espada y a suspiros
y en silencio...
La muerte se hizo carne también en tus entrañas, con la
carne del Hijo,
y creció por tus años, como un árbol votivo, hasta
quebrar los muros, golpe a golpe.
Con la Sangre del Hijo derramaba tu alma, gota a gota, su aceite en agonía.
¡Y en Su Muerte expiraste toda entera!
...Tú sabes qué es la Muerte, como nadie en el mundo lo ha sabido.
Tú conoces las muertes, una a una, como las caras mismas
de tus hijos pequeños,
y las llamas, segura, por su nombre.
junto al Cuerpo de Cristo, recostado en tu seno por la
Muerte vencida,
aquella tarde, todas
las muertes de los hombres descansaron su grito en tu regazo...
(Su Carne era la carne destrozada por todas las metrallas
y torturas
y expuesta a la vergüenza de todas las picotas;
y Su rictus cerraba los espasmos de todas las asfixias y de todos los vuelcos.
Su Muerte voluntaria varaba en las riberas desoladas de
todos los suicidios,
y las muertes anónimas dormían en sus párpados...).
Señora de la Muerte y de la Vida,
puerta grande del Cielo, a nuestra!
¡vida, dulzura y esperanza
Cuando nos llegue aquella hora oscura
de caer, con los muertos, en la fila implacable;
cuando busquemos, al caer, desnudos de todo, Su mirada...
¡vuelve a nosotros esos ojos tuyos,
como una luz templada y a la espera, igual que una
caricia
sobre el rostro salvado para siempre,
como el beso de Dios, por fin logrado...
...¡«Y después del destierro, muéstranos a Jesús»!
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