Queridos hermanos:
Los saduceos negaban la resurrección, que hoy sigue
siendo la piedra de toque de nuestra fe cristiana, es un hecho que muchos de
los bautizados, no son capaces de dar el paso a lo que hay después de la
muerte. Incluso otros, por aquella filosofía de la separación entre el cuerpo y
el alma, siguen pensando que aquí se queda el cuerpo, como es evidente, y el
alma es la que resucita o sube al cielo. No es fácil el tema, la vida después
de la muerte es de otra manera, una nueva creación, que en ocasiones, lleva a
los propios discípulos a no reconocer ni al propio Jesús resucitado, creían ver
un fantasma.
Por eso, le proponen en el texto una situación tan
absurda, la de mujer casada con siete hermanos, cumpliendo la ley de Moisés:
“Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque
los
siete han estado casados con ella”, podría darse, pero el objetivo es
ridiculizar la creencia en la resurrección. Lo mismo le ocurrió a San Pablo en
el areópago de Atenas, cuando se puso a hablar de la vida futura, se rieron y respondieron: “de eso ya te
oiremos hablar mañana”. En un mundo tan pragmático, la vida terrena parece ser
lo único que importa y en ocasiones ni ésta, sólo nuestra propia vida.
Lo que Jesús deja claro, es que nuestro Dios, es el Dios
de la vida y por eso, para los que mueren, su destino no es la muerte, sino la
vida. Con la muerte no acaba la vida, esta sigue adelante: “Y son hijos de
Dios, porque son hijos de la resurrección”. No sabemos muy bien cómo será esto,
la otra vida es inimaginable, distinta de la de aquí abajo. Casi todo lo que se
refiere a Dios, sobrepasa nuestra inteligencia y esto nos da la posibilidad de
creer o no creer, de transcenderse, de
pensar que nuestra vida siempre está en sus manos y que sus promesas se
cumplen.
En la muerte perdemos y ganamos, es como el día que
venimos al mundo, un nuevo nacimiento: (se puede contar la historia aquella, de
lo que pensaba el niño antes de nacer: con lo bien que estoy aquí calentito y
comiendo bien, ¿quién me acogerá y se ocupará de mi cuando nazca, quién me
abrazará y me dará cariño?) y al nacer siempre tenemos una madre y padre que
nos cuidan, es el mismo respeto y las mismas preguntas, que tenemos ante la
muerte y esperamos que un Padre-Madre nos acoja y nos abrace.
El argumento final que hace Jesús, está tomado de la
Palabra de Dios, que leían los saduceos: “Y que los muertos resucitan, lo
indicó Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de
Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. Si estuvieran muertos definitivamente,
esta invocación bíblica no tendría sentido, nuestro Dios tiene nombres de
personas concretas, es la fe que alienta en la primera lectura de los Macabeos,
a los siete hermanos: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se
tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no
resucitarás para la vida”.
Si morir, como decía Karl Rahner, es dejar un hueco para
los que vienen detrás y es el último acto de amor que podemos hacer en este
mundo, esperar en la resurrección, es un acto de esperanza que proclamamos en
cada eucaristía, en la que celebramos la muerte y la resurrección de Jesús. Si
Dios es el Dios de la vida, estamos convocados a vivir y a dejar vivir, a crear
vida, que nadie se encierre en la muerte, los cristianos confesamos que la vida
no termina, se transforma.
(Autor: Julio César
Rioja, cmf)
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