Esta festividad mariana es toda ella una invitación a la
alegría, precisamente porque con el nacimiento de María Santísima Dios daba al
mundo como la garantía concreta de que la salvación era ya inminente: la
humanidad que, desde milenios, en forma más o menos consciente, había esperado
algo o alguien que la pudiese liberar del dolor, del mal, de la angustia, de la
desesperación, y que dentro del Pueblo elegido había encontrado, especialmente
en los Profetas, a los portavoces de la Palabra de Dios, confortante y
consoladora, podía mirar finalmente, conmovida y emocionada, a María
"Niña", que era el punto de convergencia y de llegada de un conjunto
de promesas divinas, que resonaban misteriosamente en el corazón mismo de la
historia.
Precisamente esta Niña, todavía pequeña y frágil, es la
"Mujer" del primer anuncio de la redención futura, contrapuesta por
Dios a la serpiente tentadora: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la
mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le
morderás a él el calcañal" (Gén 3, 15).
Precisamente esta Niña es la "Virgen" que
"concebirá y parirá un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere
decir 'Dios con nosotros'" (cf. Is 7, 14; Mt 1,
23). Precisomente esta Niña es la "Madre" que parirá en Belén "a
aquel que señoreará en Israel" (cf. Miq 5, 1 s.).
La liturgia de hoy aplica a María recién nacida el pasaje de
la Carta a los Romanos, en el que San
Pablo describe el designio misericordioso
de Dios en relación con los elegidos: María es predestinada por la Trinidad a
una misión altísima; es llamada; es santificada; es glorificada.
Dios la ha predestinado a estar íntimamente asociada a la
vida y a la obra de su Hijo unigénito. Por esto la ha santificado, de manera
admirable y singular, desde el primer momento de su concepción, haciéndola
"llena de gracia" (cf. Lc 1, 28); la ha hecho
conforme con la imagen de su Hijo: una conformidad que, podemos decir, fue
única, porque María fue la primera y la más perfecta discípulo del Hijo.
El designio de Dios en María culminó después en esa
glorificación, que hizo a su cuerpo motal conforme con el cuerpo glorioso de
Jesús resucitado; la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo representa
como la última etapa de la trayectoria de esta Criatura, en la que el Padre
celestial ha manifestado, de manera exaltante, su divina complacencia.
Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy
al celebrar la Natividad de María Santísima, que —como afirma con acentos
conmovedores San Juan Damasceno— es esa "puerta virginal y divina, por la
cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo
su entrada en la tierra corporalmente... Hoy brotó un vástago del tronco de
Jesé, del que nacerá al mundo una Flor sustancialmente unida a la divinidad.
Hoy, en la tierra, de la naturaleza terrena, Aquel que en un tiempo separó el
firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo, y este cielo
es con mucho divinamente más espléndido que el primero" (Homilía sobre
la Natividad de María: PG 96, 661 s.).
(Extraído de la Homilía de San Juan Pablo II para el 8 de
septiembre de 1980)
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