Esta festividad rememora el acontecimiento que se produjo el
14 de septiembre del año 320, cuando la emperatriz de Constantinopla, santa
Elena, madre de Constantino el Grande, encontró el madero (Vera Cruz) en el que
murió el Redentor. Hechos extraordinarios marcaron este momento: la
resurrección de una persona y la aparición de la cruz en el cielo. Para
albergar esta excelsa reliquia –signo de la victoria de Cristo,
manifestación del perdón y de la misericordia de Dios, esperanza para los
creyentes, centro de nuestra fe–, santa Elena y Constantino hicieron
construir la basílica del Santo Sepulcro. Unos siglos más tarde, en el 614, el
rey de Persia, Cosroes II, conquistó Jerusalén y tomó como trofeo la Vera Cruz,
el venerado emblema cristiano que se custodiaba en el templo. Mofándose de los
cristianos, lo utilizó como escabel de sus pies. Pero catorce años más tarde el
emperador Heraclio, una vez que derrotó a los persas, pudo devolver el santo
madero a Constantinopla. Después,
fue trasladado a Jerusalén el 14 de
septiembre del año 628.
Esta fecha litúrgica es crucial para los creyentes. La cruz
no es un ninguna tragedia, como no lo es amarla, algo que resultará extraño
fuera de la fe. Es una bendita «locura» que inunda el corazón de gozo. Santa
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) lo advertía: «ayudar a Cristo
a llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura». No la rehuyamos.
Cristo nos ayuda a portarla con su gracia; sigue compartiéndola con nosotros.
Que un día no nos tenga que decir lo que en celeste coloquio le confió al Padre
Pío: «Casi todos vienen a Mí para que les alivie la cruz; son muy pocos
los que se me acercan para que les enseñe a llevarla».
(Autora: Isabel Orellana
Vilches)
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