Me llamo Juanita Fernández Soler y nací el 13 de julio de 1900 en Santiago de Chile. Por gracia de Dios, fui bautizada a los días de mi nacimiento.
Crecí y me eduqué como cualquier niña normal. Me cuentan que a los siete años de edad comencé a asistir habitualmente a Misa, preparándome para la primera comunión. Algún recuerdo guardo de ello y del gozo que sentí al recibir al Señor por primera vez, pues desde ese día nunca más dejé de hablar con Jesús y siempre procuré recibirlo en la comunión.
Mi Señor hizo que siempre tuviera interés y ganas de ayudar principalmente a los ancianos y necesitados. Y no dudé en rifar mi reloj, cuando fue necesario, para que un niño pobre recibiera su alimento.
Gocé de la vida en plenitud, principalmente las vacaciones, disfrutando de las amistades, de paseos por el campo, de buenas conversaciones y dejando siempre el tiempo para participar de la Eucaristía, colaborar en las misiones, dar catequesis a los niños y atender a los más necesitados.
Fui siempre amiga de la buena lectura y de la dirección espiritual, lo que creo me sirvió para poder entregarme enteramente a Jesucristo y aceptarlo únicamente a Él como compañero de mi vida.
Entré al convento de las Carmelitas Descalzas en 1919 para hacer lo que desde pequeña hacía, dialogar en cada instante con aquel que me había vuelto loca de amor. Y allí el nombre de Juanita lo cambié por el de Teresa de Jesús, para que esta gran santa fuera mi guía y me enseñara a hacer de mi vida en el Carmelo una vida de entrega a Dios, orando y sacrificándome por todos los hombres, por mi familia, por mis amigos.
Lo único que hice en estos once meses que alcancé a estar en el Carmelo fue entregarme a la voluntad del Señor y vivir llena de alegría y gratitud porque Él me había elegido. Me llenaba el corazón el poder transmitir, a través de mis cartas a todos los que conocía, que era plenamente feliz como carmelita y que había encontrado mi cielo en la tierra.
Siempre enfermiza caía gravemente enferma el 2 de abril de 1920. Profesé a las puertas de la muerte y no me cansaba de repetir alegre la fórmula de mi profesión.
Así, llena de gozo y confianza en mi Dios, el 12 de abril de 1920 a las 19:15 hs me dejé llevar por Él a su morada para seguir gozando del cielo que había encontrado allí en mi conventito de los Andes.
“Jesús, eres mi amigo y como tal me proporcionas consuelo.
Oh Jesús, te amo.
¿Qué tengo yo, Señor, que tú no me hayas dado?
Quiero que mis acciones, deseos y pensamientos,
lleven este sello;
soy de Jesús”
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