«Nos
creaste, Señor, para Ti,
Y
nuestro corazón está inquieto
Hasta
que no descanse en Ti»
San Agustín, Las Confesiones,
Libro I, Cap. I, n. I
El Adviento es un tiempo litúrgico. Esto,
aunque es algo evidente, nos dice mucho. La Liturgia, lejos de ser una
secuenciación sacral del tiempo —como hacían las religiones primitivas con las
estaciones del año—, es la misma vida de Cristo que se desenvuelve hasta la
consumación de la historia, para nuestra progresiva conformación con el Hijo ya
en esta tierra.
Si el Adviento es tiempo de avivar la
esperanza en «unos cielos nuevos y una tierra nueva según su promesa» (cf. 2 Pe
3, 13), es porque rememoramos en la Navidad el acontecimiento de la
encarnación. Lo que esperamos —la salvación del único Salvador—, por tanto, ya
lo hemos
recibido en prenda y constatamos su progresivo despliegue hasta que
llegue a plenitud.
Ahora bien, en el correr de los días, en
ocasiones, se hace complicado constatar que el Señor de nuestra vida viene a nuestro
encuentro. Entre las muchas o pocas cosas que habitan nuestras horas se nos
hace difícil encontrarlo, experimentarlo y, a veces, más todavía, expresarlo.
Para agudizar nuestros sentidos, para calmar la sed y retomar nuestro corazón
inquieto (S. Agustín), la Iglesia nos propone este tiempo de Adviento, donde
tomamos conciencia de que el Señor viene
continuamente.
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