Santa que representa una de las cimas de
la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Ávila (de
Jesús).
Nace en Ávila, España, en 1515, con el nombre de Teresa
de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su
infancia: su nacimiento de «padres virtuosos y temerosos de Dios», en el seno
de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Todavía niña,
cuando tiene menos de nueve años, lee las vidas de algunos mártires que le
inspiran el deseo del martirio, hasta el punto de que improvisa una breve huida
de casa para morir mártir y subir al cielo (cf. Vida 1, 5); «quiero ver a Dios»
dice la pequeña a sus padres. Algunos años más tarde, Teresa hablará de sus
lecturas de la infancia y afirmará que en ellas descubrió la verdad, que resume
en dos principios fundamentales: por un lado «el hecho de que todo lo que
pertenece al mundo de aquí, pasa»; y, por otro, que sólo Dios es «para siempre,
siempre, siempre», tema que se reitera en la famosísima poesía «Nada te turbe /
nada te espante; / todo se pasa. / Dios no se muda; / la paciencia todo lo
alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta / ¡Sólo Dios basta!». Al quedar
huérfana de madre a los 12 años, pide a la santísima Virgen que le haga de
madre (cf. Vida 1, 7).
Aunque en la adolescencia la lectura de libros profanos
la había llevado a las distracciones de una vida mundana, la experiencia como
alumna de las religiosas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la
lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de la espiritualidad
franciscana, le
enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años,
entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, también en Ávila; en la
vida religiosa toma el nombre de Teresa de Jesús. Tres años después, enferma
gravemente; tanto que permanece cuatro días en coma, aparentemente muerta (cf.
Vida 5, 9). Incluso en la lucha contra sus enfermedades la santa ve el combate
contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios: «Deseaba vivir
—escribe—, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de
muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la
podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí
y yo dejádole» (Vida 8, 2). En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: su
padre muere y todos sus hermanos emigran, uno tras otro, a América. En la
Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa alcanza la cima de la lucha contra sus
debilidades. El descubrimiento fortuito de la estatua de «un Cristo muy
llagado» (Vida 9, 1) marca profundamente su vida. La santa, que en aquel
período encuentra profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones,
describe así el día decisivo de su experiencia mística: «Acaecíame... venirme a
deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía
dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su interioridad, la
santa comienza a desarrollar concretamente el ideal de reforma de la Orden
carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del obispo de la ciudad, don
Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también
la aprobación del superior general de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En los
años sucesivos prosigue las fundaciones de nuevos Carmelos, en total
diecisiete. Es fundamental el encuentro con san Juan de la Cruz, con quien, en
1568, constituye en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de Carmelitas
Descalzos. En 1580 obtiene de Roma la erección como provincia autónoma para sus
Carmelos reformados, punto de partida de la Orden religiosa de los Carmelitas
Descalzos. La vida terrena de Teresa termina precisamente mientras está
comprometida en la actividad de fundación. En efecto, en 1582, después de haber
constituido el Carmelo de Burgos y mientras se encuentra camino de regreso a
Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo
humildemente dos expresiones: «Al final, muero como hija de la Iglesia» y «Ya
es hora, Esposo mío, de que nos veamos». Una existencia consumida dentro de
España, pero entregada por toda la Iglesia. Beatificada en 1614 por el Papa
Pablo V y canonizada por Gregorio xv en 1622, el siervo de Dios Pablo vi la
proclama «doctora de la Iglesia» en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre
sacó provecho de las enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales.
Como escritora, siempre se atuvo a lo que personalmente había vivido o había
visto en la experiencia de otros (cf. Prólogo al Camino de perfección), es
decir, a la experiencia. Teresa teje relaciones de amistad espiritual con
numerosos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se
alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio
Magno, san Agustín. Entre sus principales obras hay que recordar ante todo la
autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las
misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el
itinerario biográfico y espiritual, escrito, como afirma la propia Teresa, para
someter su alma al discernimiento del «Maestro de los espirituales», san Juan
de Ávila. El objetivo es poner de relieve la presencia y la acción de Dios
misericordioso en su vida: por esto, la obra refiere a menudo su diálogo de
oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la santa no sólo
cuenta, sino que muestra que revive la experiencia profunda de su relación con
Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de perfección, que ella llama Avisos y
consejos que da Teresa de Jesús a sus hermanas. Las destinatarias son las doce
novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso
programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, cuya base son las
virtudes evangélicas y la oración. Entre los pasajes más preciosos está el
comentario al Padre nuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de
santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se
trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo
tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia
su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se refiere
a la estructura de un castillo con siete moradas, como imagen de la
interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano
de seda que renace mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo
sobrenatural. La santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el
Cantar de los cantares, por el símbolo final de los «dos esposos», que le
permite describir, en la séptima morada, el culmen de la vida cristiana en sus
cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su
actividad de fundadora de los Carmelos reformados Teresa dedica el Libro de las
fundaciones, escrito entre 1573 y 1582, en el cual habla de la vida del grupo
religioso naciente. Como en la autobiografía, la narración trata de poner de
relieve sobre todo la acción de Dios en la obra de fundación de los nuevos
monasterios.
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y
articulada espiritualidad teresiana. Quiero mencionar algunos puntos
esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como
base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los
bienes o pobreza evangélica, y esto nos atañe a todos; el amor mutuo como
elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la
verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza
teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas:
afabilidad, veracidad, modestia, amabilidad, alegría, cultura. En segundo
lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes
bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia
sobre todo con la esposa del Cantar de los cantares y con el apóstol san Pablo,
además del Cristo de la Pasión y del Jesús eucarístico.
Asimismo, la santa subraya cuán esencial es la oración;
rezar, dice, significa «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a
solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5). La idea de santa Teresa coincide
con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como
«amicitia quaedam hominis ad Deum», un tipo de amistad del hombre con Dios, que
fue el primero en ofrecer su amistad al hombre; la iniciativa viene de Dios
(cf. Summa Theologiae ii-ii, 23, 1). La oración es vida y se desarrolla
gradualmente a la vez que crece la vida cristiana: comienza con la oración
vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento,
hasta alcanzar la unión de amor con Cristo y con la santísima Trinidad.
Obviamente no se trata de un desarrollo en el cual subir a los escalones más
altos signifique dejar el precedente tipo de oración, sino que es más bien una
profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más
que una pedagogía de la oración, la de Teresa es una verdadera «mistagogia»: al
lector de sus obras le enseña a orar rezando ella misma con él; en efecto, con
frecuencia interrumpe el relato o la exposición para prorrumpir en una oración.
Otro tema importante para la santa es la centralidad de
la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación
personal con Jesús, que culmina en la unión con él por gracia, por amor y por
imitación. De aquí la importancia que ella atribuye a la meditación de la
Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida
de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor
incondicional a la Iglesia: manifiesta un vivo «sensus Ecclesiae» frente a los
episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden
carmelita con la intención de servir y defender mejor a la «santa Iglesia
católica romana», y está dispuesta a dar la vida por ella (cf. Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que
quiero subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y
meta final de la misma. La santa tiene una idea muy clara de la «plenitud» de
Cristo, que el cristiano revive. Al final del recorrido del Castillo interior,
en la última «morada» Teresa describe esa plenitud, realizada en la
inhabitación de la Trinidad, en la unión con Cristo a través del misterio de su
humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es
verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En
nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos
enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción; nos
enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en lo más hondo de
nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscar a Dios, de estar en
diálogo con él y de ser sus amigos. Esta es la amistad que todos necesitamos y
que debemos buscar de nuevo, día tras día. Que el ejemplo de esta santa,
profundamente contemplativa y eficazmente activa, nos impulse también a
nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura
hacia Dios, a este camino para buscar a Dios, para verlo, para encontrar su
amistad y así la verdadera vida; porque realmente muchos de nosotros deberían
decir: «no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida». Por
esto, el tiempo de la oración no es tiempo perdido; es tiempo en el que se abre
el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente
a él, a su Iglesia, y una caridad concreta para con nuestros hermanos. Gracias.
(De las catequesis del Papa Emérito Benedicto
XVI- 2 de febrero 2011)
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