1. “Jesucristo se hizo pobre por ustedes” (cf. 2 Co 8,9). Con estas palabras el apóstol Pablo se dirige a los primeros cristianos de Corinto, para dar fundamento a su compromiso solidario con los hermanos necesitados. La Jornada Mundial de los Pobres se presenta también este año como una sana provocación para ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente.
Algunos meses atrás, el mundo estaba saliendo de la
tempestad de la pandemia, mostrando signos de recuperación económica que
traerían alivio a millones de personas empobrecidas por la pérdida del empleo.
Se vislumbraba un poco de serenidad que, sin olvidar el dolor por la pérdida de
los seres queridos, prometía finalmente poder regresar a las relaciones
interpersonales directas, a reencontrarnos sin limitaciones o restricciones. Y
es entonces que ha aparecido en el horizonte una nueva catástrofe, destinada a
imponer al mundo un escenario diferente.
La guerra en Ucrania vino a agregarse a las guerras
regionales que en estos años están trayendo muerte y destrucción. Pero aquí el
cuadro se presenta más complejo por la directa intervención de una
“superpotencia”, que pretende imponer su voluntad contra el principio de
autodeterminación de los pueblos. Se repiten escenas de trágica memoria y una
vez más el chantaje recíproco de algunos poderosos acalla la voz de la
humanidad que invoca la paz.
2. ¡Cuántos pobres genera la insensatez de la guerra! Dondequiera que se mire, se constata cómo la violencia afecta a los indefensos y a los más débiles. Deportación de miles de personas, especialmente niños y niñas, para desarraigarlos e imponerles otra identidad. Se vuelven actuales las palabras del Salmista ante la destrucción de Jerusalén y el exilio de los jóvenes hebreos: «Junto a los ríos de Babilonia / nos sentábamos a llorar, / acordándonos de Sión. / En los sauces de las orillas / teníamos colgadas nuestras cítaras. / Allí nuestros carceleros / nos pedían cantos, / y nuestros opresores, alegría. / [...] ¿Cómo podíamos cantar un canto del Señor / en tierra extranjera?» (Sal 137,1-4).
Son millones las mujeres, los niños, los ancianos obligados
a desafiar el peligro de las bombas con tal de ponerse a salvo buscando amparo
como refugiados en los países vecinos. Los que permanecen en las zonas de
conflicto, conviven cada día con el miedo y la falta de alimentos, agua,
atención médica y sobre todo de cariño. En estas situaciones, la razón se
oscurece y quienes sufren las consecuencias son muchas personas comunes, que se
suman al ya gran número de indigentes. ¿Cómo dar una respuesta adecuada que
lleve alivio y paz a tantas personas, dejadas a merced de la incertidumbre y la
precariedad?
3. En este contexto tan contradictorio se enmarca la VI Jornada
Mundial de los Pobres, con la invitación —tomada del apóstol Pablo— a tener
la mirada fija en Jesús, el cual «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a
fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). En su visita a
Jerusalén, Pablo se había encontrado con Pedro, Santiago y Juan, quienes le
habían pedido que no se olvidara de los pobres. La comunidad de Jerusalén, en
efecto, se encontraba en graves dificultades por la carestía que azotaba al
país, y el Apóstol se había preocupado inmediatamente de organizar una gran colecta
en favor de los pobres. Los cristianos de Corinto se mostraron muy sensibles y
disponibles. Por indicación de Pablo, cada primer día de la semana recogían lo
que habían logrado ahorrar y todos eran muy generosos.
Como si el tiempo no hubiera transcurrido desde aquel
momento, también nosotros cada domingo, durante la celebración de la Santa
Eucaristía, realizamos el mismo gesto, poniendo en común nuestras ofrendas para
que la comunidad pueda proveer a las exigencias de los más pobres. Es un signo
que los cristianos siempre han realizado con alegría y sentido de
responsabilidad, para que a ninguna hermana o hermano le falte lo necesario. Lo
atestigua ya san Justino, que, en el segundo siglo, explicando la celebración
dominical de los cristianos al emperador Antonio Pío, escribía así: «En el día
llamado “del Sol” se reúnen todos juntos, habitantes de la ciudad o del campo,
y se leen las memorias de los Apóstoles o los escritos de los profetas según el
tiempo lo permita. […] Luego se hace la fracción y distribución de los
elementos consagrados a cada uno y a través de los diáconos se envía a los
ausentes. Los adinerados y los que lo desean dan libremente, cada uno lo que
quiere y lo que se recoge viene depositado con el sacerdote. Este socorre a los
huérfanos, a las viudas, y a quien es indigente por enfermedad o por cualquier
otra causa, a los encarcelados, a los extranjeros que se encuentran entre
nosotros: en resumen, tiene cuidado de cualquiera que esté en necesidad» (Primera
Apología, LXVII, 1-6).
4. Regresando a la comunidad de Corinto, después del
entusiasmo inicial, su compromiso comenzó a disminuir y la iniciativa propuesta
por el Apóstol perdió fuerza. Es este el motivo que estimula a Pablo a escribir
de manera apasionada insistiendo en la colecta, «llévenla ahora a término, para
que los hechos respondan, según las posibilidades de cada uno, a la decisión de
la voluntad» (2 Co 8,11).
Pienso en este momento en la disponibilidad que, en los
últimos años, ha movido a enteras poblaciones a abrir las puertas para acoger
millones de refugiados de las guerras en Oriente Medio, en África central y
ahora en Ucrania. Las familias han abierto de par en par sus casas para hacer
espacio a otras familias, y las comunidades han recibido con generosidad tantas
mujeres y niños para ofrecerles la debida dignidad. Sin embargo, mientras más
dura el conflicto, más se agravan sus consecuencias. A los pueblos que acogen
les resulta cada vez más difícil dar continuidad a la ayuda; las familias y las
comunidades empiezan a sentir el peso de una situación que va más allá de la
emergencia. Este es el momento de no ceder y de renovar la motivación inicial.
Lo que hemos comenzado necesita ser llevado a cumplimiento con la misma
responsabilidad.
5. La solidaridad, en efecto, es precisamente esto:
compartir lo poco que tenemos con quienes no tienen nada, para que ninguno
sufra. Mientras más crece el sentido de comunidad y de comunión como estilo de
vida, mayormente se desarrolla la solidaridad. Por otra parte, es necesario
considerar que hay países donde, en las últimas décadas, se ha producido un
importante aumento del bienestar para muchas familias, que han alcanzado un
estado de vida seguro. Este es un resultado positivo debido a la iniciativa
privada y a leyes que han apoyado el crecimiento económico articulado con un
incentivo concreto a las políticas familiares y a la responsabilidad social. El
patrimonio de seguridad y estabilidad logrado pueda ahora ser compartido con
aquellos que se han visto obligados a abandonar su hogar y su país para
salvarse y sobrevivir. Como miembros de la sociedad civil, mantengamos vivo el
llamado a los valores de libertad, responsabilidad, fraternidad y solidaridad.
Y como cristianos encontremos siempre en la caridad, en la fe y en la esperanza
el fundamento de nuestro ser y nuestro actuar.
6. Es interesante observar que el Apóstol no quiere obligar
a los cristianos forzándolos a una obra de caridad. De hecho, escribe: «Esta no
es una orden» (2 Co 8,8); más bien, pretende “manifestar la
sinceridad” de su amor en la atención y solicitud por los pobres (cf. ibíd.).
Como fundamento de la petición de Pablo está ciertamente la necesidad de una
ayuda concreta, pero su intención va más allá. Él invita a realizar la colecta
para que sea un signo del amor, tal como lo ha testimoniado el mismo Jesús. En
definitiva, la generosidad hacia los pobres encuentra su motivación más fuerte
en la elección del Hijo de Dios que quiso hacerse pobre Él mismo.
El Apóstol, en efecto, no teme afirmar que esta elección de
Cristo, este “despojo” suyo, es una «gracia», más aún, «la gracia de nuestro
Señor Jesucristo» (2 Co 8,9), y sólo acogiéndola podemos dar
expresión concreta y coherente a nuestra fe. La enseñanza de todo el Nuevo
Testamento tiene su unidad en torno a este tema, que también se refleja en las
palabras del apóstol Santiago: «Pongan en práctica la Palabra y no se contenten
sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos. El que oye la
Palabra y no la practica, se parece a un hombre que se mira en el espejo, pero
en seguida se va y se olvida de cómo es. En cambio, el que considera
atentamente la Ley perfecta, que nos hace libres, y se aficiona a ella, no como
un oyente distraído, sino como un verdadero cumplidor de la Ley, será feliz al
practicarla» (St 1,22-25).
7. Frente a los pobres no se hace retórica, sino que se
ponen manos a la obra y se practica la fe involucrándose directamente, sin
delegar en nadie. A veces, en cambio, puede prevalecer una forma de relajación,
lo que conduce a comportamientos incoherentes, como la indiferencia hacia los
pobres. Sucede también que algunos cristianos, por un excesivo apego al dinero,
se empantanan en el mal uso de los bienes y del patrimonio. Son situaciones que
manifiestan una fe débil y una esperanza endeble y miope.
Sabemos que el problema no es el dinero en sí, porque este
forma parte de la vida cotidiana y de las relaciones sociales de las personas.
Más bien, lo que debemos reflexionar es sobre el valor que tiene el dinero para
nosotros: no puede convertirse en un absoluto, como si fuera el fin principal.
Tal apego impide observar con realismo la vida de cada día y nubla la mirada,
impidiendo ver las necesidades de los demás. Nada más dañino le puede acontecer
a un cristiano y a una comunidad que ser deslumbrados por el ídolo de la
riqueza, que termina encadenando a una visión de la vida efímera y fracasada.
Por lo tanto, no se trata de tener un comportamiento
asistencialista hacia los pobres, como suele suceder; es necesario, en cambio,
hacer un esfuerzo para que a nadie le falte lo necesario. No es el activismo lo
que salva, sino la atención sincera y generosa que permite acercarse a un pobre
como a un hermano que tiende la mano para que yo me despierte del letargo en el
que he caído. Por eso, «nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres
porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta
es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales,
e incluso eclesiales. […] Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación
por los pobres y por la justicia social» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 201). Es urgente encontrar nuevos caminos que puedan ir más
allá del marco de aquellas políticas sociales «concebidas como una
política hacia los pobres pero nunca con los
pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un
proyecto que reunifique a los pueblos» (Carta enc. Fratelli
tutti, 169). En cambio, es necesario tender a asumir la actitud del
Apóstol que podía escribir a los corintios: «No se trata de que ustedes sufran
necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad» (2
Co 8,13).
8. Hay una paradoja que hoy como en el pasado es difícil de
aceptar, porque contrasta con la lógica humana: hay una pobreza que enriquece.
Haciendo referencia a la “gracia” de Jesucristo, Pablo quiere confirmar lo que
Él mismo predicó, es decir, que la verdadera riqueza no consiste en acumular
«tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los
ladrones perforan las paredes y los roban» (Mt 6,19), sino en el
amor recíproco que nos hace llevar las cargas los unos de los otros para que
nadie quede abandonado o excluido. La experiencia de debilidad y limitación que
hemos vivido en los últimos años, y ahora la tragedia de una guerra con
repercusiones globales, nos debe enseñar algo decisivo: no estamos en el mundo
para sobrevivir, sino para que a todos se les permita tener una vida digna y
feliz. El mensaje de Jesús nos muestra el camino y nos hace descubrir que hay
una pobreza que humilla y mata, y hay otra pobreza, la suya, que nos libera y
nos hace felices.
La pobreza que mata es la miseria, hija de la injusticia, la
explotación, la violencia y la injusta distribución de los recursos. Es una
pobreza desesperada, sin futuro, porque la impone la cultura del descarte que
no ofrece perspectivas ni salidas. Es la miseria que, mientras constriñe a la
condición de extrema pobreza, también afecta la dimensión espiritual que,
aunque a menudo sea descuidada, no por esto no existe o no cuenta. Cuando la
única ley es la del cálculo de las ganancias al final del día, entonces ya no
hay freno para pasar a la lógica de la explotación de las personas: los demás
son sólo medios. No existen más salarios justos, horas de trabajo justas, y se
crean nuevas formas de esclavitud, sufridas por personas que no tienen otra
alternativa y deben aceptar esta venenosa injusticia con tal de obtener lo
mínimo para su sustento.
La pobreza que libera, en cambio, es la que se nos presenta
como una elección responsable para aligerar el lastre y centrarnos en lo
esencial. De hecho, se puede encontrar fácilmente esa sensación de
insatisfacción que muchos experimentan, porque sienten que les falta algo
importante y van en su búsqueda como errantes sin una meta. Deseosos de
encontrar lo que pueda satisfacerlos, tienen necesidad de orientarse hacia los
pequeños, los débiles, los pobres para comprender finalmente aquello de lo que
verdaderamente tenían necesidad. El encuentro con los pobres permite poner fin
a tantas angustias y miedos inconsistentes, para llegar a lo que realmente
importa en la vida y que nadie nos puede robar: el amor verdadero y gratuito.
Los pobres, en realidad, antes que ser objeto de nuestra limosna, son sujetos
que nos ayudan a liberarnos de las ataduras de la inquietud y la
superficialidad.
Un padre y doctor de la Iglesia, san Juan Crisóstomo, en
cuyos escritos se encuentran fuertes denuncias contra el comportamiento de los
cristianos hacia los más pobres, escribió: «Si no puedes creer que la pobreza
te enriquece, piensa en tu Señor y deja de dudar de esto. Si Él no hubiera sido
pobre, tú no serías rico; esto es extraordinario, que de la pobreza surgió
abundante riqueza. Pablo quiere decir aquí con “riquezas” el conocimiento de la
piedad, la purificación de los pecados, la justicia, la santificación y otras
mil cosas buenas que nos han sido dadas ahora y siempre. Todo esto lo tenemos
gracias a la pobreza» (Homilías sobre la II Carta a los Corintios,
17,1).
9. El texto del Apóstol al que se refiere esta VI Jornada
Mundial de los Pobres presenta la gran paradoja de la vida de fe: la
pobreza de Cristo nos hace ricos. Si Pablo pudo dar esta enseñanza —y la
Iglesia difundirlo y testimoniarlo a lo largo de los siglos— es porque Dios, en
su Hijo Jesús, eligió y siguió este camino. Si Él se hizo pobre por nosotros,
entonces nuestra misma vida se ilumina y se transforma, y adquiere un valor
que el mundo no conoce ni puede dar. La riqueza de Jesús es su amor, que no se
cierra a nadie y va al encuentro de todos, especialmente de los que son
marginados y privados de lo necesario. Por amor se despojó a sí mismo y asumió
la condición humana. Por amor se hizo siervo obediente, hasta morir y morir en
la cruz (cf. Flp 2,6-8). Por amor se hizo «pan de Vida» (Jn 6,35),
para que a nadie le falte lo necesario y pueda encontrar el alimento que nutre
para la vida eterna. También en nuestros días parece difícil, como lo fue
entonces para los discípulos del Señor, aceptar esta enseñanza (cf. Jn 6,60);
pero la palabra de Jesús es clara. Si queremos que la vida venza a la muerte y
la dignidad sea rescatada de la injusticia, el camino es el suyo: es seguir la
pobreza de Jesucristo, compartiendo la vida por amor, partiendo el pan de la
propia existencia con los hermanos y hermanas, empezando por los más pequeños,
los que carecen de lo necesario, para que se cree la igualdad, se libere a los
pobres de la miseria y a los ricos de la vanidad, ambos sin esperanza.
10. El pasado 15 de mayo canonicé
al hermano Charles de Foucauld, un hombre que, nacido rico, renunció a todo
para seguir a Jesús y hacerse con Él pobre y hermano de todos. Su vida
eremítica, primero en Nazaret y luego en el desierto del Sahara, hecha de
silencio, oración y compartir, es un testimonio ejemplar de la pobreza
cristiana. Nos hará bien meditar en estas palabras suyas: «No despreciemos a los
pobres, a los pequeños, a los trabajadores; ellos no sólo son nuestros hermanos
en Dios, sino que son también aquellos que del modo más perfecto imitan a Jesús
en su vida exterior. Ellos nos representan perfectamente a Jesús, el Obrero de
Nazaret. Son los primogénitos entre los elegidos, los primeros llamados a la
cuna del Salvador. Fueron la compañía habitual de Jesús, desde su nacimiento
hasta su muerte […]. Honrémoslos, honremos en ellos las imágenes de Jesús y de
sus santos padres […]. Tomemos para nosotros [la condición] que Él tomó para sí
mismo […]. No dejemos nunca de ser pobres en todo, hermanos de los pobres,
compañeros de los pobres, seamos los más pobres de los pobres como Jesús, y
como Él amemos a los pobres y rodeémonos de ellos» ( Comentario al
Evangelio de Lucas, Meditación 263) [1]. Para
el hermano Charles estas no fueron sólo palabras, sino un estilo de vida
concreto, que lo llevó a compartir con Jesús el don de la vida misma.
Que esta VI Jornada Mundial de los Pobres se
convierta en una oportunidad de gracia, para hacer un examen de conciencia
personal y comunitario, y preguntarnos si la pobreza de Jesucristo es nuestra
fiel compañera de vida.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2022, Memoria de
san Antonio de Padua.
FRANCISCO
[1] Meditación n. 263 sobre Lc 2,8-20:
C. DE FOUCAULD, La Bonté de Dieu. Méditations sur les saints Evangiles
(1), Nouvelle Cité, Montrouge 1996, 214-216.
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