Domingo XXXIII del
Tiempo Ordinario
19 de noviembre de
2023
«No apartes tu
rostro del pobre» (Tb 4,7)
1. La Jornada Mundial de los Pobres, signo fecundo de la
misericordia del Padre, llega por séptima vez para apoyar el camino de nuestras
comunidades. Es una cita que la Iglesia va arraigando poco a poco en su
pastoral, para descubrir cada vez más el contenido central del Evangelio. Cada
día nos comprometemos a acoger a los pobres, pero esto no basta. Un río de
pobreza atraviesa nuestras ciudades y se hace cada vez más grande hasta
desbordarse; ese río parece arrastrarnos, tanto que el grito de nuestros hermanos
y hermanas que piden ayuda, apoyo y solidaridad se hace cada vez más fuerte.
Por eso, el domingo anterior a la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, nos
reunimos en torno a su Mesa para recibir de Él, una vez más, el don y el
compromiso de vivir la pobreza y de servir a los pobres.
«No apartes tu rostro del pobre» (Tb 4,7). Esta Palabra
nos ayuda a captar la esencia de nuestro testimonio. Detenernos en el Libro de
Tobías, un texto poco conocido del Antiguo Testamento, fascinante y rico en
sabiduría, nos permitirá adentrarnos mejor en lo que el autor sagrado desea
transmitir. Ante nosotros se despliega una escena de la vida familiar: un
padre, Tobit, despide a su hijo Tobías, que está a punto de emprender un largo
viaje. El anciano teme no volver a ver a su hijo y por ello le deja su
“testamento espiritual”. Tobit había sido deportado a Nínive y se había quedado
ciego, por lo que era doblemente pobre, pero siempre había tenido una certeza,
expresada en el nombre que lleva: “El Señor ha sido mi bien”. Este hombre, que
siempre confió en el Señor, como buen padre no desea tanto dejarle a su hijo
algún bien material, cuanto el testimonio del camino a seguir en la vida, por
eso le dice: «Acuérdate del Señor todos los días de tu vida, hijo mío, y no
peques deliberadamente ni quebrantes sus mandamientos. Realiza obras de
justicia todos los días de tu vida y no sigas los caminos de la injusticia»
(4,5).
2. Como se puede apreciar inmediatamente, lo que el
anciano Tobit pide a su hijo que recuerde no se limita a un simple acto de
memoria o a una oración dirigida a Dios. Se refiere a gestos concretos que
consisten en hacer buenas obras y vivir con justicia. La exhortación se hace
aún más específica: a todos los que practican la justicia, «da limosna de tus
bienes y no lo hagas de mala gana» (4,7).
Las palabras de este sabio anciano no dejan de
sorprendernos. En efecto, no olvidemos que Tobit había perdido la vista
precisamente después de realizar un acto de misericordia. Como él mismo cuenta,
su vida desde joven estuvo dedicada a hacer obras de caridad: «Hice muchas
limosnas a mis hermanos y a mis compatriotas deportados conmigo a Nínive, en el
país de los Asirios. [...] Daba mi pan a los hambrientos, vestía a los que
estaban desnudos y enterraba a mis compatriotas, cuando veía que sus cadáveres
eran arrojados por encima de las murallas de Nínive» (1,3.17).
Por su testimonio de caridad, el rey lo había privado de
todos sus bienes, dejándolo completamente pobre. Pero el Señor aún lo
necesitaba; habiendo recuperado su puesto como administrador, no tuvo miedo de
continuar con su estilo de vida. Escuchemos su relato, que también nos habla
hoy a nosotros: «En nuestra fiesta de Pentecostés, que es la santa fiesta de
las siete Semanas, me prepararon una buena comida y yo me dispuse a comer.
Cuando me encontré con la mesa llena de manjares, le dije a mi hijo Tobías:
“Hijo mío, ve a buscar entre nuestros hermanos deportados en Nínive a algún
pobre que se acuerde de todo corazón del Señor, y tráelo para que comparta mi
comida. Yo esperaré hasta que tú vuelvas”» (2,1-2). Sería muy significativo si,
en la Jornada de los Pobres, esta preocupación de Tobit fuera también la
nuestra. Invitar a compartir el almuerzo dominical, después de haber compartido
la Mesa eucarística. La Eucaristía celebrada sería realmente criterio de
comunión. Por otra parte, si en torno al altar somos conscientes de que todos
somos hermanos y hermanas, ¡cuánto más visible sería esta fraternidad
compartiendo la comida festiva con quien carece de lo necesario!
Tobías hizo como le había dicho su padre, pero regresó
con la noticia de que habían asesinado a un pobre y lo habían abandonado en
medio de la plaza. Sin vacilar, el anciano Tobit se levantó de la mesa y fue a
enterrar a aquel hombre. Al volver a su casa, cansado, se durmió en el patio;
sobre los ojos le cayó estiércol de unos pájaros y se quedó ciego (cf. 2,1-10).
Ironía de la suerte: haces un gesto de caridad y te sucede una desgracia. El
hecho nos lleva a pensar así; pero la fe nos enseña a ir más en profundidad. La
ceguera de Tobit será su fuerza para reconocer aún mejor las numerosas formas
de pobreza que le rodeaban. Y el Señor se encargará a su tiempo de restituir al
anciano padre la vista y la alegría de volver a ver a su hijo Tobías. Cuando
llegó ese día, Tobit «lo abrazó llorando y le dijo: “¡Te veo, hijo mío, luz de
mis ojos!”. Y añadió: “¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea su gran Nombre!
¡Benditos sean todos sus santos ángeles! ¡Que su gran Nombre esté sobre
nosotros! Benditos sean los ángeles por todos los siglos! Porque él me había
herido, pero […] ahora veo a mi hijo Tobías”» (11,13-15).
3. Podemos preguntarnos: ¿de dónde le vienen a Tobit la
valentía y la fuerza interior que le permiten servir a Dios en medio de un
pueblo pagano y de amar al prójimo hasta el punto de poner en peligro su propia
vida? Estamos frente a un ejemplo extraordinario: Tobit era un esposo fiel y un
padre atento; fue deportado lejos de su tierra y sufría injustamente; fue
perseguido por el rey y por sus vecinos. A pesar de tener un alma tan buena,
fue puesto a prueba. Como a menudo nos enseña la Sagrada Escritura, Dios no les
evita las pruebas a los que hacen el bien. ¿Cómo es posible? No lo hace para
humillarnos, sino para afianzar nuestra fe en Él.
Tobit, en el momento de la prueba, descubre su propia
pobreza, que lo hace capaz de reconocer a los pobres. Es fiel a la Ley de Dios
y observa los mandamientos, pero esto no le es suficiente. La atención efectiva
hacia los pobres le era posible porque había experimentado la pobreza en su
propia carne. Por lo tanto, las palabras que dirige a su hijo Tobías son su
auténtica herencia: «No apartes tu rostro de ningún pobre» (4,7). En
definitiva, cuando estamos ante un pobre no podemos volver la mirada hacia otra
parte, porque eso nos impedirá encontrarnos con el rostro del Señor Jesús. Y
fijémonos bien en esa expresión «de ningún pobre». Cada uno de ellos es nuestro
prójimo. No importa el color de la piel, la condición social, la procedencia.
Si soy pobre, puedo reconocer quién es el hermano que realmente me necesita.
Estamos llamados a encontrar a cada pobre y a cada tipo de pobreza, sacudiendo
de nosotros la indiferencia y la banalidad con las que escudamos un bienestar
ilusorio.
4. Vivimos un momento histórico que no favorece la atención
hacia los más pobres. La llamada al bienestar sube cada vez más de volumen,
mientras las voces del que vive en la pobreza se silencian. Se tiende a
descuidar todo aquello que no forma parte de los modelos de vida destinados
sobre todo a las generaciones más jóvenes, que son las más frágiles frente al
cambio cultural en curso. Lo que es desagradable y provoca sufrimiento se pone
entre paréntesis, mientras que las cualidades físicas se exaltan, como si
fueran la principal meta a alcanzar. La realidad virtual se apodera de la vida
real y los dos mundos se confunden cada vez más fácilmente. Los pobres se
vuelven imágenes que pueden conmover por algunos instantes, pero cuando se
encuentran en carne y hueso por la calle, entonces intervienen el fastidio y la
marginación. La prisa, cotidiana compañera de la vida, impide detenerse,
socorrer y hacerse cargo de los demás. La parábola del buen samaritano (cf. Lc
10,25-37) no es un relato del pasado, interpela el presente de cada uno de
nosotros. Delegar en otros es fácil; ofrecer dinero para que otros hagan
caridad es un gesto generoso; la vocación de todo cristiano es implicarse en
primera persona.
5. Agradecemos al Señor porque son muchos los hombres y
mujeres que viven entregados a los pobres y a los excluidos y que comparten con
ellos; personas de todas las edades y condiciones sociales que practican la
acogida y se comprometen junto a aquellos que se encuentran en situaciones de
marginación y sufrimiento. No son súper-hombres, sino “vecinos de casa” que encontramos
cada día y que en el silencio se hacen pobres y con los pobres. No se limitan a
dar algo; escuchan, dialogan, intentan comprender la situación y sus causas,
para dar consejos adecuados y referencias justas. Están atentos a las
necesidades materiales y también espirituales, a la promoción integral de la
persona. El Reino de Dios se hace presente y visible en este servicio generoso
y gratuito; es realmente como la semilla caída en la tierra buena de estas
personas que da fruto (cf. Lc 8,4-15). La gratitud hacia tantos voluntarios
pide hacerse oración para que su testimonio pueda ser fecundo.
6. En el 60 aniversario de la Encíclica Pacem in terris,
es urgente retomar las palabras del santo Papa Juan XXIII cuando escribía:
«Observamos que [el hombre] tiene un derecho a la existencia, a la integridad
corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son,
principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la
asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno
debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el
derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad,
vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa
suya, de los medios necesarios para su sustento» (n. 11).
Cuánto trabajo tenemos todavía por delante para que estas
palabras se hagan realidad, también por medio de un serio y eficaz compromiso
político y legislativo. Que pueda desarrollarse la solidaridad y la
subsidiariedad de tantos ciudadanos que creen en el valor del compromiso
voluntario de entrega a los pobres, no obstante los límites y en ocasiones las
deficiencias de la política en ver y servir al bien común. Se trata ciertamente
de estimular y hacer presión para que las instituciones públicas cumplan bien
su deber; pero no sirve permanecer pasivos en espera de recibir todo “desde lo
alto”; quienes viven en condiciones de pobreza también han de ser implicados y
acompañados en un proceso de cambio y de responsabilidad.
7. Lamentablemente, debemos constatar una vez más nuevas
formas de pobreza que se suman a las que se han descrito anteriormente. Pienso
de modo particular en las poblaciones que viven en zonas de guerra,
especialmente en los niños privados de un presente sereno y de un futuro digno.
Nadie podrá acostumbrarse jamás a esta situación; mantengamos vivo cada intento
para que la paz se afirme como don del Señor Resucitado y fruto del compromiso
por la justicia y el diálogo.
Tampoco puedo olvidar las especulaciones que, en diversos
sectores, llevan a un dramático aumento de los costes que vuelven a muchísimas
familias aún más indigentes. Los salarios se acaban rápidamente, obligando a
privaciones que atentan contra la dignidad de las personas. Si en una familia
se debe elegir entre la comida para subsistir y las medicinas para recuperar la
salud, entonces debe hacerse escuchar la voz del que reclama el derecho de
ambos bienes, en nombre de la dignidad de la persona humana.
¿Cómo no llamar la atención, además, sobre el desorden
ético que marca el mundo del trabajo? El trato deshumano que se reserva a
tantos trabajadores y trabajadoras; la retribución que no corresponde al
trabajo realizado; el flagelo de la precariedad; las excesivas víctimas de
accidentes, provocadas a menudo por una mentalidad que prefiere el beneficio
inmediato en detrimento de la seguridad. Vuelven a la mente las palabras de san
Juan Pablo II: «El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo.
[…] El hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo
está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”» (Carta
enc. Laborem exercens, 6).
8. Esta enumeración, ya de por sí dramática, describe
sólo parcialmente las situaciones de pobreza que forman parte de nuestra
cotidianidad. No puedo pasar por alto, en particular, un modo de sufrimiento
que cada día es más evidente y que afecta al mundo juvenil. Cuántas vidas
frustradas e incluso suicidios de jóvenes, engañados por una cultura que los
lleva a sentirse “incompletos” y “fracasados”. Ayudémosles a reaccionar ante
estas instigaciones nefastas, para que cada uno pueda encontrar el camino a
seguir para adquirir una identidad fuerte y generosa.
Es fácil, hablando de los pobres, caer en la retórica.
También es una tentación insidiosa la de quedarse en las estadísticas y en los
números. Los pobres son personas, tienen rostros, historias, corazones y almas.
Son hermanos y hermanas con sus cualidades y defectos, como todos, y es
importante entrar en una relación personal con cada uno de ellos.
El Libro de Tobías nos enseña cómo actuar de forma
concreta con y por los pobres. Es una cuestión de justicia que nos compromete a
todos a buscarnos y encontrarnos recíprocamente, para favorecer la armonía
necesaria, de modo que una comunidad pueda identificarse como tal. Por tanto,
el interés por los pobres no se agota en limosnas apresuradas; exige
restablecer las justas relaciones interpersonales que han sido afectadas por la
pobreza. De ese modo, “no apartar el rostro del pobre” conduce a obtener los beneficios
de la misericordia, de la caridad que da sentido y valor a toda la vida
cristiana.
9. Nuestra atención hacia los pobres siempre está marcada
por el realismo evangélico. Lo que se comparte debe responder a las necesidades
concretas de los demás, no se trata de liberarse de lo superfluo. También en
esto es necesario el discernimiento, bajo la guía del Espíritu Santo, para
reconocer las verdaderas exigencias de los hermanos y no nuestras propias
aspiraciones. Lo que de seguro necesitan con mayor urgencia es nuestra
humanidad, nuestro corazón abierto al amor. No lo olvidemos: «Estamos llamados
a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero
también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la
misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 198). La fe nos enseña que cada uno de los pobres es
hijo de Dios y que en él o en ella está presente Cristo: «Cada vez que lo
hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
10. Este año se conmemora el 150 aniversario del
nacimiento de santa Teresa del Niño Jesús. En una página de su Historia de un
alma escribió: «Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en
soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en
edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero,
sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del
corazón: Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del
celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la
casa. Yo pienso que esa lámpara representa a la caridad, que debe alumbrar y
alegrar, no sólo a los que me son más queridos, sino a todos los que están en
la casa, sin exceptuar a nadie» (Ms C, 12r°: Obras completas, Burgos 2006,
287-288).
En esta casa que es el mundo, todos tienen derecho a ser
iluminados por la caridad, nadie puede ser privado de ella. Que la
perseverancia del amor de santa Teresita pueda inspirar nuestros corazones en
esta Jornada Mundial, que nos ayude a “no apartar el rostro del pobre” y a
mantener nuestra mirada siempre fija en la faz humana y divina de nuestro Señor
Jesucristo.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2023, Memoria de
san Antonio de Padua, patrono de los pobres.
Francisco
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO