Después de
narrarnos los comienzos del evangelio con Juan Bautista, con la unción
mesiánica de Jesús en el río Jordán y con sus tentaciones en el desierto,
Marcos nos relata, en unas frases muy condensadas, los comienzos de la
actividad pública de Jesús: es el humilde carpintero de Nazaret que ahora
recorre su región, la próspera pero malafamada Galilea, predicando en las
aldeas y ciudades, en los cruces de los caminos, en las sinagogas y en las
plazas. Su voz llega a quien quiera oírlo, sin excluir a nadie, sin exigir nada
a cambio. Una voz desnuda y vibrante como la de los antiguos profetas. Marcos
resume el entero contenido de la predicación de Jesús en estos dos momentos: el
reinado de Dios ha comenzado es que se ha cumplido el plazo de su espera y ante
el reinado de Dios sólo cabe convertirse, acogerlo, aceptarlo con fe.
Muchos reinados
recordaban los judíos que escuchaban a Jesús: el muy reciente reinado de
Herodes el Grande, sanguinario y ambicioso; el reinado de los asmoneos,
descendientes de los libertadores Macabeos, reyes que habían ejercido
simultáneamente el sumo sacerdocio y habían oprimido al pueblo, tanto o más que
los ocupadores griegos, los seléucidas. Recordaban también a los viejos reyes
del remoto pasado, convertidos en figuras de leyendas doradas, David y su hijo
Salomón, y la lista tan larga de sus
descendientes que por casi 500 años habían
ejercido sobre el pueblo un poder totalitario, casi siempre tiránico y
explotador. ¿De qué rey hablaba ahora Jesús? Del anunciado por los profetas y
anhelado por los justos. Un rey divino que garantizaría a los pobres y a los
humildes la justicia y el derecho y excluiría de su vista a los violentos y a
los opresores. Un rey universal que anularía las fronteras entre los pueblos y
haría confluir a su monte santo a todas las naciones, incluso a las más
bárbaras y sanguinarias, para instaurar en el mundo una era de paz y
fraternidad, sólo comparable a la era paradisíaca de antes del pecado.
Este «reinado de
Dios» que Jesús anunciaba hace 2000 años por Galilea, sigue siendo la esperanza
de todos los pobres de la tierra. Ese reino que ya está en marcha desde que
Jesús lo proclamara, porque lo siguen anunciando sus discípulos, los que Él
llamó en su seguimiento para confiarles la tarea de pescar en las redes del
Reino a los seres humanos de buena voluntad. Es el Reino que proclama la
Iglesia y que todos los cristianos del mundo se afanan por construir de mil
maneras, todas ellas reflejo de la voluntad amorosa de Dios: curando a los
enfermos, dando pan a los hambrientos, calmando la sed de los sedientos,
enseñando al que no sabe, perdonando a los pecadores y acogiéndolos en la mesa
fraterna; denunciando, con palabras y actitudes, a los violentos, opresores e
injustos.
A nosotros
corresponde, como a Jonás, a Pablo y al mismo Jesús, retomar las banderas del
reinado de Dios y anunciarlo en nuestros tiempos y en nuestras sociedades: a
todos los que sufren y a todos los que oprimen y deben convertirse, para que la
voluntad amorosa de Dios se cumpla para todos los seres del universo.
Para la revisión de vida
Con frecuencia pensamos que
ser cristiano consiste en ratificar el credo en todos sus artículos y aceptar
sin fisuras en nuestra mente todos los dogmas y proposiciones que la Iglesia
nos haga; olvidamos que lo esencial no está en la mente sino en el corazón y en
la vida, que lo esencial es el encuentro personal con el proyecto de Dios, su
propuesta, en la Causa de Jesús. ¿Es mi fe una simple amistad con Jesús, una
apasionada opción vital por su Causa (el Proyecto de Dios, ¡su Reinado!, razón
de mi vida)?
(Fuente: lecturadeldia.com)
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