La joven que hoy es
glorificada en la Iglesia con el título de Santa, es un profeta de Dios para
los hombres y mujeres de nuestro tiempo. TERESA DE JESUS DE LOS ANDES, con el
ejemplo de su vida, pone ante nuestros ojos el evangelio de Cristo, encarnado y
llevado a la práctica hasta las últimas exigencias.
Ella es para la
humanidad una prueba indiscutible de que la llamada de Cristo a ser santos, es
actual, posible y verdadera. Ella se levanta ante nuestros ojos para demostrar
que la radicalidad del seguimiento de Cristo es lo único que vale la pena y lo
único que hace feliz al hombre.
Teresa de Los Andes,
con el lenguaje de su intensa vida, nos confirma que Dios existe, que Dios es
amor y alegría, que El es nuestra plenitud.
Nació en Santiago de
Chile el 13 de julio de 1900. En la pila bautismal fue llamada Juana Enriqueta
Josefina de los Sagrados Corazones Fernández Solar. Familiarmente se la
conocía, y todavía se la conoce hoy, con el nombre de Juanita.
Su niñez se desarrolló
normalmente en el seno familiar: sus padres, don Miguel Fernández y Lucía
Solar; sus tres hermanos y dos hermanas; el abuelo materno, tíos, tías y
primos.
La familia gozaba de
muy buena posición económica y conservaba fielmente la fe cristiana, viviéndola
con sinceridad y constancia.
Juana recibió su
formación escolar en el colegio de las monjas francesas del Sagrado Corazón.
Entre la vida estudiantil y la vida familiar se desarrolló su corta e intensa
historia. A los catorce años de edad, inspirada por Dios, decidió consagrarse a
El como religiosa, en concreto, como carmelita descalza.
Su deseo se realizó el
7 de mayo de 1919, cuando ingresó en el pequeño monasterio del Espíritu Santo
en el pueblo de Los Andes, a unos 90 kms. de Santiago.
El 14 de octubre de
ese mismo año vistió el hábito de carmelita, iniciando así su noviciado con el
nombre de Teresa de Jesús. Sabía desde mucho antes que moriría joven. Más aún,
el Señor se lo había revelado, pues ella misma lo comunicó a su confesor un mes
antes de su partida.
Asumió esa realidad
con alegría, serenidad y confianza. Segura de que continuaría en la eternidad su
misión de hacer conocer y amar a Dios.
Después de muchas
tribulaciones interiores e indecibles padecimientos físicos, causados por un
violento ataque de tifus que acabó con su vida, pasó de este mundo al Padre al
atardecer del 12 de abril de 1920. Había recibido con sumo fervor los santos
sacramentos de la Iglesia y el 7 de abril había hecho la profesión religiosa en
el artículo de la muerte. Aún le faltaban 3 meses para cumplir los 20 años de
edad y 6 meses para acabar su noviciado canónico y poder emitir jurídicamente
su profesión religiosa. Murió como novicia carmelita descalza.
Esa es toda la
trayectoria externa de esta joven santiaguina. Desconcierta, y crece en
nosotros el gran interrogante: ¿y qué hizo? Para tal pregunta hay una respuesta
igualmente desconcertante: Vivir, creer, amar.
Cuando los discípulos
preguntaron a Jesús qué debían hacer para vivir según Dios quiere, El
respondió: "La obra de Dios es que creáis en quien El ha enviado"
(Jn. 6, 28-29). Por lo tanto, para conocer el valor de la vida de Juanita, es
necesario mirar hacia dentro, donde está el Reino de Dios.
Ella despertó a la
vida de la gracia siendo todavía muy niñita. Asegura que a los seis años
atraída por Dios empezó a volcar su afectividad totalmente en El. "Cuando
vino el terremoto de 1906, al poco tiempo fue cuando Jesús principió a tomar mi
corazón para sí" (Diario, n. 3, p. 26). Juanita poseyó una enorme
capacidad de amar y ser amada junto con una extraordinaria inteligencia. Dios
le hizo experimentar su presencia, la cautivó con su conocimiento y la hizo
suya a través de las exigencias de la cruz. Conociéndolo, lo amó; y amándolo se
entregó a El con radicalidad.
Desde niña comprendió
que el amor se demuestra con obras más que con palabras, por eso lo tradujo en
todos los actos de su vida, empezando por la raíz. Se miró con ojos sinceros y
sabios y comprendió que para ser de Dios era necesario morir a sí misma y a
todo lo que no fuera El.
Su naturaleza era
totalmente contraria a la exigencia evangélica: orgullosa, egoísta, terca, con
todos los defectos que esto supone. Como nos sucede a todos. Pero lo que ella
hizo, a diferencia nuestra, fue librar batalla encarnizada contra todo impulso
que no naciera del amor.
A los 10 años era una
persona nueva. La motivación inmediata fue el Sacramento de la Eucaristía que
iba a recibir. Comprendiendo que nada menos que Dios iba a morar dentro de
ella, trabajó en adquirir todas las virtudes que la harían menos indigna de
esta gracia, consiguiendo en poquísimo tiempo transformar su carácter por
completo.
En la celebración de
este sacramento recibió de Dios gracias místicas de locuciones interiores que
luego se mantuvieron a lo largo de su vida. La inclinación natural hacia Dios,
desde ese día se transformó en amistad, en vida de oración.
Cuatro años más tarde
recibió interiormente la revelación que determinó la orientación de su vida:
Jesucristo le dijo que la quería carmelita y que su meta debía ser la santidad.
Con la abundante
gracia de Dios y con la generosidad de joven enamorada se dio a la oración, a
la adquisición de las virtudes y a la práctica de la vida según el evangelio,
de tal modo que en cortos años llegó a un alto grado de unión con Dios.
Cristo fue su ideal,
su único ideal. Se enamoró de El, y fue consecuente hasta crucificarse en cada
minuto por El. La invadió el amor esponsal y, por tanto, el deseo de unirse
plenamente al que la había cautivado. Por eso a los 15 años hizo el voto de
virginidad por 9 días, renovándolo después continuamente.
La santidad de su vida
resplandeció en los actos de cada día en los ambientes donde se desarrolló su
vida: la familia, el colegio, las amigas, los inquilinos con quienes compartía
sus vacaciones y a quienes, con celo apostólico, catequizó y ayudó.
Siendo una joven igual
a sus amigas, éstas la sabían distinta. La tomaron por modelo, apoyo y
consejera. Juanita sufrió y gozó intensamente, en Dios, todas las penas y
alegrías con que se encuentra el hombre.
Jovial, alegre,
simpática, atractiva, deportista, comunicativa. En los años de su adolescencia
alcanzó el perfecto equilibrio síquico y espiritual, fruto de su ascesis y de
su oración. La serenidad de su rostro era reflejo de Aquel que en ella vivía.
Su vida monacal desde
el 7 de mayo de 1919 hasta su muerte fue el último peldaño de su ascensión a la
cumbre de la santidad. Sólo once meses fueron suficientes para consumar su vida
totalmente cristificada.
Muy pronto la
comunidad descubrió en ella un paso de Dios por su historia. En el estilo de
vida carmelitano-teresiano, la joven encontró plenamente el cauce para derramar
más eficazmente el torrente de vida que ella quería dar a la Iglesia de Cristo.
Era el estilo de vida que, a su modo, había vivido entre los suyos, y para el
cual había nacido. La Orden de la Virgen María del Monte Carmelo colmó los
deseos de Juanita al comprobar que la Madre de Dios, a quien amó desde niña, la
había traído a formar parte de ella.
Fue beatificada en
Santiago de Chile por Su Santidad Juan Pablo II, el día 3 de abril de 1987. Sus
restos son venerados en el Santuario de Auco-Rinconada de Los Andes por miles
de peregrinos que buscan y encuentran en ella el consuelo, la luz y el camino
recto hacia Dios.
SANTA TERESA DE JESÚS
DE LOS ANDES es la primera Santa chilena, la primera Santa carmelita descalza
fuera de las fronteras de Europa y la cuarta Santa Teresa del Carmelo tras las
Santas Teresas de Avila, de Florencia y de Lisieux.
(Fuente:vatican.va)
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